Quizá sea una predisposición genética, pero siempre he sentido una fascinación inusual por caminar largas distancias.
Hasta creo que intenté dar mis primeros pasos en el saco amniótico dentro del cual mi madre me gestaba.
No recuerdo cuánto demoré en aprender a caminar, pero desde aquel primer paso trastabillante eché a andar, y hasta hoy no me he detenido.
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Caminar para mí es un ejercicio de desasosiego, lo disfruto y me llena de un placer inusual, a pesar del agresivo sol cubano que, aunque lastima, nunca ha sido impedimento para mis andanzas.
De niño siempre tomaba los trayectos más largos, a diferencia de la mayoría que prefería los atajos que acortaran las distancias.
Recuerdo que, al salir de la escuela, mientras otros tomaban el habitual camino de regreso a casa, yo me trepaba en los farallones del barrio donde alcanzaba una vista inigualable de la bahía, y durante horas caminaba en silencio, lo mismo inmerso en mis ocurrencias infantiles, que admirando todos los detalles del entorno.
Esa afición fue creciendo conmigo, y aún hoy, después de tantos años y algún que otro achaque que ya hace presa de mí, continúo con los deseos intactos de recorrer el mundo y desbrozar los obstáculos con el ímpetu de mis pasos.