Crónica de domingo: Carnavales o la noche más larga

Parece que la ciudad no te quería dejar ir. Las suelas de los zapatos se te pegaban al piso por el aceite que se filtraba desde los puestos donde asaban postas de pollo o los carritos donde te vendían frituras de maíz. También podía ser por los helados que a los niños se les caían y podías encontrar a los chamas llorando ante el barquillo vacío y a sus pies la bola de chocolate. Es como si la ciudad te entrampara, como si te dijera “en otras ocasiones puedes escaparte, pero hoy, en pleno carnaval, mi hermano, no vas a ir a ningún lado”. 

Hace años que en Matanzas no se realizan los carnavales; primero, la covid que, como el juego de los niños de “la casita de Martí se quedó a-sí”, nos detuvo en el lugar, con una mueca de obstinación en el rostro, a nosotros y al país; y luego vino este tiovivo de la economía nacional que gira y gira y gira y no sabemos cuándo podremos bajarnos y ya andamos un poco mareados. No obstante, aún queda el recuerdo, la resistencia y la nostalgia por las noches más largas. 

Digo la noche más larga porque sabías cuándo abandonabas la casa, pero no cuándo regresabas. El límite era el amanecer. Tú podías darle los buenos días al sol tirado en un muro de la trocha, con la mirada acuosa de tanta cerveza de río que habías bebido y luego orinado en cualquier rincón oscuro. El tufo a orine recorría la urbe de cabo a rabo. 

Quizá los carnavales de Matanzas no tengan la purpurina y el erotismo desmedido de los de Río de Janeiro ni el misterio de los de Venecia y sus máscaras, gracias a las cuales por una madrugada puedes fingir ser otra persona. Aquí no tenemos gondoleros, sino pescadores que van a ganarse el pescado suyo de cada día en botes de tablas superpuestas. En la noche más larga no te disfrazas de alguien más, sino que revelas tu verdadera naturaleza. Los instintos primarios se desatan. Te transformas en tu versión más primigenia, más gozona, más libre. Recuerden que solo el amanecer es el límite y, mientras tanto, casi todo está permitido. 

Arriba del estante de cocina, u oculta junto a la vajilla que se usa solamente cuando viene una visita de categoría y no el primo que de vez en vez pega la gorra, se guardaba la perga. Solo la sacarás de su lugar en ese tiempo. El resto del año morirá olvidada o será un objeto decorativo. La fregarás para quitarle el polvo y con ella como ariete le entrarás a los carnavales. 

En las pipas la cola no falta y todo el mundo levanta su vasija para que el que despacha la cerveza note que estás ahí. Parece un grito de batalla de los borrachos de ocasión que, en vez de erguir sus espadas para lanzarse a la batalla, alzan su perga. Además, el cubano posee ese temor, que casi se ha vuelto parte de nuestra identidad, a “que se acabe” y qué hacemos entonces si nos quedamos con el pico caliente. 

A los que solo empinan el codo para abrirse paso para subir a los camiones que tiran pasajes siempre les queda la comelata. Devoras las postas de pollo con las manos. Los modales burgueses de la mesa no importan. Ensúciate. Embárrate. Al final dicen por ahí que el que no se embarra no goza y recuerda que en esas jornadas eras la versión más libre de ti mismo. 

Tampoco pueden faltar las cajitas de cartulina, con tu arroz frito o congrís y tu bistec o lomo ahumado, a la que le rasgas un pedazo de la tapa para usarla de cuchara o recurres al carnet, pero de que se va, se va. También están las disímiles chucherías: brochetas que te empalaban por los precios, las frituras, los dulces. Recuerdo que una de las razones que más me atraían de los carnavales cuando niño era que podía comer uvas. En otros días era imposible hallarlas por la urbe. Quizá sea porque el cubano es más ronero que vinero y las vides no se nos dan tan bien como la vida. 

Cuando niño, y bueno, también ya más crecidito, me gustaba asistir a los festejos porque podía encontrarme a gente con la cual no tropezaba hacía meses. A cada rato tú o alguien de tu piquete proponía “vamos a dar una vuelta” y comenzaba un juego de pinball con la multitud. Podías toparte desde al tipo que estudió contigo en la primaria y lo perdiste de vista después hasta al vecino que le robabas los mangos del patio y se mudaron a alguna parte y nunca más supiste de él. 

A menos que te llegaras al Todo en uno en Varadero, el único momento del año en que veías juegos de feria como estrellas o el sacatripas era en los carnavales. Eran equipos viejos fabricados de cabillas soldadas y que no daban mucha seguridad, pero lograban su cometido: inyectarte un buen shoot de adrenalina.  

Para los que les gustara el molote siempre podían, como dice una canción de timba, pegarse a la tarima y bailar y perrear. A la vez, si estabas para eso, arrollabas con la conga, aunque no supieras arrollar, aunque fueras un encartonado. Lo importante era divertirse. Podías llegarte al Tenis para disfrutar de las Carrozas de Bejucal, con sus fastuosas presentaciones que cuando chama me deslumbraban entre las luces y el vestuario, o presenciar el desfile en el parque de la Libertad, con toda su voluptuosidad y los muñecones que siempre asustaban a un infante o dos. 

Por desgracia, al contrario de lo que canta Celia Cruz, la vida no es un carnaval. No podríamos resistir ese ritmo de dejarse llevar por los instintos de la gozadera todo el tiempo. No hay bolsillo ni cuerpo que aguante; sin embargo, se extraña esa sensación de ser un poco más libres por un par de días. Estirar la noche chicle, la noche chancleta, la noche de las Pipas infinitas, la noche más larga.  

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