Antes, hablo de hace 20 años atrás, cuando yo iba a la escuela, el inicio del curso escolar no suponía una preocupación mayor para los padres. Bastaba con tener en qué llevar los libros, el uniforme, los zapatos colegiales, la jabita plástica, unos pomos reciclados, algo de merienda y ¡listo! Lo importante era ir limpios y sacar buenas notas.
Entonces no había grandes diferencias entre unos y otros. Las más notables se daban a la hora de que la maestra repartiera las calificaciones. Estudiar era la única responsabilidad, y lograr que no te regañaran, por supuesto, porque si daban alguna queja, ahí sí empezaban las penitencias en casa.
Pero bueno, eso era antes, como ya dije. De allá hasta aquí ha llovido mucho y, entre reordenamiento monetario, carencias, competencias sociales y un mercado repleto de accesorios escolares, es lógico que muchos padres nos desvelemos ante los precios casi inalcanzables de la mayoría de los artículos básicos para asistir a la escuela.
No hablo de objetos de los que se puede prescindir como los lápices infinitos, los forros de princesas, las cartucheras o los merenderos térmicos. Me refiero a artículos indispensables como mochilas y zapatos, cuyo costo oscila sobre los cuatro mil pesos, y puede ascender hasta ocho mil o más. O de la tan requerida merienda, que pone a hacer “maravillas” a buena parte de los progenitores.
Mención aparte merecen las exigencias que se hacen en algunas instituciones escolares y que no surgen a veces de la iniciativa de la institución o de los maestros, como el conocido “set de preescolar”, o cualquier otro material de estudio. Si bien muchos docentes se las arreglan para suplir su ausencia con creatividad, no es menos cierto que constituyen una necesidad para el aprendizaje de los niños.
No considero desacertado que quienes puedan proveer estos materiales y facilitarle la vida a estudiantes y docentes lo hagan, pues ello, aunque muchos digan que no, repercute en la calidad de la enseñanza.
Sin embargo, lo que no se puede convertir es en una obligación o carga para quienes no cuentan con acceso a estos recursos o no tienen cómo pagarlos. De igual manera, no deben primar las diferencias en este sentido entre los alumnos. Que quienes lo costeen tengan, y quienes no que se adapten, tampoco debe ser la regla, en un contexto en el que cada vez las diferencias económicas se acrecientan más.
A todo esto se suma una competencia desleal, que por lo general ni siquiera nace de los propios niños; no obstante, siguen siendo los más perjudicados. Ella se enfoca en la mochila con el superhéroe de moda, los zapatos más glamourosos o el pomo más chic. Pugna en la que se diluye la verdadera esencia de lo que es la escuela: un lugar donde la enseñanza, la educación y la formación de valores han de ser el centro de atención.
Y aquí desempeñamos un rol fundamental padres y maestros, en no estimular desde tempranas edades el consumismo atroz donde todo gira en torno a tener para poder ser o estar. Se descuida así que lo esencial se mide en valores, principios, comportamientos, sabiduría, que en todo caso determina en la persona que nos convertiremos en el futuro.
No es un sacrilegio querer que nuestros hijos posean lo mejor, y si podemos dárselo ¿por qué no hacerlo? Pero no nos limitemos solo a lo palpable, démosle también los mejores ejemplos y la mejor educación.