Doblemente madres

Dicen que mientras las madres crían, ellas malcrían. Alegan que los años suavizan su temple: ya no hay límite de tiempo para salidas ni tareas bajo presiones ni contestas mal vistas o deslices incomprendidos. En su nuevo rol disminuyen los regaños y la paciencia se descubre infinita hacia los retoños. 

Cuando conocí a mi abuela ya ella peinaba canas. Siempre entre quehaceres hogareños, unas veces más agotada y perdida entre lozas, ropas, plancha y avatares; otras más ligera, pero con permanente dulzura en su trato. No recuerdo en mi infancia un grito o una mala forma. 

La recuerdo a mi lado mientras aprendía a acordonar mis zapatos, a memorizar productos, ¡a aprenderme las terribles fórmulas de Física y sus despejes! También cuando llegaron el primer amor, el desamor, los éxitos, resbalones, caídas; como puntal sosteniendo mi armazón. Ciertamente despojada de la rectitud de mi mamá, pero cargada de valores para transmitir. 

Recuerdo señas para que auxiliara a un ciego a cruzar una avenida, y su piedad cuando me contaba la triste historia de algún que otro deambulante de la ciudad. Gracias a sus enseñanzas aprendí a compartir meriendas, a no juzgar a la ligera y ser más empática con otros. Me inculcó el respeto a los profes, a los mayores, y sobre todo a mí, a ser consecuente y valorarme. Me adentró en la prosa de Benedetti, en las magistrales obras de García Márquez y el legado de los Romeu. ¡Qué manera de educar! 

Crecer junto a una abuela es un privilegio que no todos tienen, pero a quien la vida premia con ese regalo sabe de amor desmedido, de preocupación constante, de mimos, de complacencias sin límites. 

Las abuelas no malcrían, tejen sueños y nos ayudan a alistar alas para volar con éxito. Poseen la madurez de los años y las sabidurías de la vida. Son la enciclopedia más completa y vívida, que muchas veces no sabemos aprovechar.

Hoy los roles en casa están invertidos. Soy yo quien la cuido, alimento, quien me pierdo entre quehaceres hogareños y trato de volverme espejo de la dulzura y paciencia de ella. Es un honor escuchar de sus labios otra vez las mismas historias que a cada rato vienen a su mente y repite como novedad; descubrir su admiración ante un vestido de antaño considerado estreno, o verla saborearse con placer alguno de esos menús que me enseñó a cocinar. Sus habilidades ya no son las mismas. No tiene los 50 años con los que la conocí a finales de los 80, pero eso no ha mellado su amor incondicional de abuela. Ella sigue apuntalando mis sueños y ajustando mis alas. Aunque ya me ha visto volar, dice que siempre se puede hacer mejor.

Así son las abuelas, ángeles que llegan a nuestras vidas a educar y esparcir amor. Sé que existen muchas como la mía dispersas en el mundo. Guerreras del tiempo, mágicas, invencibles, pacientes, incondicionales, ¡doblemente madres!  

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1 Comment

  1. Precioso y verdadero artículo!!
    Dichosos los que como ella y yo hemos tenido unas abuelas así!!
    Y, retribuirles con el mismo amor y paciencia en su días finales es además de un deber, una de las cosas más hermosas y reconfortantes en la vida.

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