No sé qué regalarle a Chaplin, salvo la devoción que le ofrezco siempre, en su 134 cumpleaños. Él me ha regalado tanto a mí que cuanto yo pudiera brindarle parecería menos nuevo que sus películas o empequeñecería al lado de ellas, esas joyas que brillan sin ostentación, que a mezcla de talento y pureza resplandecen más que los diamantes de una mujer de París, más que un oro de quimera.
Aún da risa y ganas de llorar por igual. Aún pone en funcionamiento la mente y el corazón. Aún, a más de un siglo de su nacimiento un 16 de abril en un carromato de circo (según cuentan y, para qué disimular, es la versión que mejor suena tratándose de él), sigue vivo: hablando sin que le oigamos excepto en pocas de sus últimas apariciones; transmitiendo desde el otro lado de la pantalla más colores de los que hay de este lado; intranquilo hasta en una foto.
A Charles Chaplin, que es prácticamente decir Charlot (ya que así es como el público francés bautizó a su sempiterno personaje y como le seguirá llamando ese público que no ha nacido todavía), le caben tantos términos como profesiones tuvo el trotamundos con bombín, bastón, frac de rico y bombachos de pobre. Si Charlot, más que vagabundo, fue bombero, artista de circo, buscador de oro, boxeador o dictador por un día, Chaplin fue, más que genio, un consultor (del alma y la moral), un amigo, una leyenda: una forma viva que corretea en nuestra memoria, uno de esos escasos y afortunados recuerdos en los que pensamos casi día a día.
El cine me parece una forma de arte hasta que retrocedo a Chaplin, y entonces me parece otra cosa, más inaprensible, más desenfadada, más sublime, para la que no se ha inventado nombre, solo el sonido de una manivela con musiquilla para acompañar los intertítulos. Nació a tiempo. Décadas más tarde, la industria hubiera sido demasiado elitista para admitir sus intenciones, y algunos estragos del siglo XX hubiesen resultado el doble de insoportables sin un Charlot en el cual pensar bajo el fragor de bombas, persecuciones políticas y el empobrecimiento de millones.
Con gente como él, o Griffith, o Stroheim, o Murnau, el cine mudo no parecía destinado a evolucionar al sonoro. Todo se contaba, si no mejor, más claro. Sin embargo, hoy en día él nos emociona por igual arrimado a la abertura de una cabaña en Alaska, contemplando el fin de año en compañía de la soledad y en ausencia de su amada, como cuando disfrazado de Hitler, o Hynkel, proyecta a nuestros oídos y epidermis el desgarrador “¡Mira a lo alto, Hannah!”, y nos hace creer que caminamos hacia “mundo nuevo, de bondad, donde los hombres se elevarán por encima del odio, de la ambición, de la brutalidad”.
Me digo que no debo llamarme a engaño, que está documentado su perfeccionismo, que su vida privada se excedía de tormentosa, que fue un exiliado más de la era McCarthy, que repitió rodajes más de una vez en busca de la coordinación absoluta de puesta en escena, que supo administrar su economía tan bien que el “vagabundo” en realidad era millonario… Es inútil. No logro apartarle de la concepción sobrehumana que de él tengo, pues sus ideas argumentales y visuales, su ritmo narrativo y sinceridad no parecen estar al alcance de los simples mortales. Chaplin habla más de mí, del mundo que quiero y del que habito, mejor que yo mismo.
Por la sombra del tren sobre el rostro de un amante abandonado; por el abrazo al chicuelo que intentaron arrebatarte; por la chica que había sido ciega y te reconoce al contacto de tus manos en uno de los finales más estremecedores que recuerdo; por no repetirte cuando todos te imponían bigotillo y bombín y te atreviste a hacer maravillas tan incomprendidas como Monsieur Verdoux, Candilejas o La condesa de Hong Kong; por enseñarnos, aunque seas bajito, a mirar a lo alto…
Felicidades, Charlot, por tus propios regalos.