Transcurría la década de 1950 y en la ciudad de Sancti Spíritus se acentuaba el malestar de las clases más humildes de la sociedad, lo cual provocó que el movimiento insurreccional contra el gobierno de Fulgencio Batista cobrara cada día más fuerza.
El Instituto de Segunda Enseñanza se convertía en centro de muchas de las acciones para ayudar al derrocamiento del régimen en Cuba; y en esa vorágine Enrique Villegas Martínez, alumno de ese plantel, se erigía en líder estudiantil y aglutinaba a muchos de sus compañeros en aquella lucha sin cuartel.
Para sus amistades y familiares, Villeguita (como le llamaban sus allegados) era el revolucionario cabal, el rebelde de naturaleza, capaz de sacrificarse por otros seres humanos; pero para la soldadesca batistiana era un revoltoso, un «fantasma» que le daba muchos dolores de cabeza.
Rolando Castro Cortés, uno de sus compañeros en el instituto, lo recordaba así: «No había huelga u otra manifestación contra la dictadura en este pueblo en la que no estuviera presente. En dos ocasiones ayudó a declarar ciudad muerta a Sancti Spíritus; la primera fue en demanda del pago del diferencial azucarero, y la segunda en reclamo de la pavimentación de las calles.
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“Un día, evocó Castro Cortés, se le hizo un atentado a Octavio Michelena, el director del instituto, y aunque Villeguita era inocente cargó con la mayor culpa. Varios alumnos tomamos el colegio, se realizó un consejo disciplinario y nos separaron del centro. Él protestó, porque nunca se quedaba callado.
«Villegas no tenía miedo. Después de participar en cualquier jugarreta contra la dictadura venía para la casa y se quedaba como si nada hubiera pasado.
“Muchas veces, a la luz de una bombilla que prendía a la entrada del hogar, se ponía a leer obras de José Martí, y allí venían a detenerlo. Con sangre fría les decía a los ‘visitantes’ que lo esperaran un momento para guardar el libro; rápidamente regresaba y sin asustarse expresaba: ‘Bueno, podemos irnos’. Así era él, valiente, atrevido…
«En un desfile Martiano quiso poner una ofrenda floral ante el busto del Apóstol situado en el Parque Central de la ciudad. La policía se enteró y trató de impedir el acto, para ello se situó una cuadra antes de llegar al lugar.
«Enrique se imaginaba lo que iba a suceder, por lo cual ordenó hacer dos grupos: uno que se desviaría por una calle paralela para distraer a los carros patrulleros y otro por donde marchaba él, que llegaría por la avenida principal hasta el destino para depositar la corona; y así fue, cuando la guardia vio desviarse al primer grupo corrió hacia la vía contigua, momento que aprovechó Enrique para burlar la vigilancia.
«Disfrutaba sus maldades y trastadas. Un día se le ocurrió poner un palo negro en una esquina de la azotea, parecía una ametralladora apuntando hacia abajo, por lo que puso a correr a la policía.
“ Muchos de quienes tuvieron estrechas relaciones con él lo consideraban muy humano. En una ocasión se quedó a dormir en el instituto y al amanecer cuando sus condiscípulos lo vieron y le preguntaron qué hacía acostado sobre una mesa en el local de la Asociación de Alumnos, de la cual era su presidente, dijo que había dado su cama a alguien que no tenía dónde dormir.”
Hace varios años Josefa (Fina) Repetti Arteaga, vecina allegada al joven revolucionario, rememoró vivencias que, igualmente, caracterizaban al carismático líder:
«Esta casa era punto de contacto de sus reuniones clandestinas. A veces me daba miedo las cosas que hacía, y sonriendo me manifestaba: ‘No seas cobarde vieja, tú verás que no pasa nada’.
«Le hice un piquete al colchón y dentro guardábamos los bonos que vendíamos para recaudar fondos destinados a la compra de recursos que se enviaban a los guerrilleros en el Escambray. En 1957 era el coordinador del Directorio Revolucionario en Sancti Spíritus.
«Un día le prendió candela al aserrío de la esquina con fósforo vivo; entró corriendo y me dijo que no me preocupara y me invitó a sentarme a su lado en la puerta. La gente corría hacia allá y él haciéndose el bobo preguntaba qué había sucedido. En eso llegan los guardias y los bomberos, irónicamente gritó: ‘¡Viva Batista!’. Se burlaba de los esbirros en su cara sin temor a nada.
«Aquí al frente estaba el bar de Mario Surera. Por las noches los guardias venían a llevarse parte de la recaudación de la bolita y a tomar ron. Me decía en alta voz: ‘Cualquier día de éstos se las pelo’. Yo me asustaba y él se reía».
La actividad revolucionaria de Enrique diariamente se acrecentaba y con ella la persecución de los cuerpos represivos. Varias veces estuvo detenido y durante nueve meses guardó prisión en Santa Clara.
Ya el acoso era demasiado, por lo que el 25 de diciembre de 1957 se despidió de su esposa y su pequeña para partir hacia las montañas.
Al cumplir un mes de vida guerrillera caía en desigual combate el intrépido revolucionario espirituano, ya con los grados de capitán. En el libro Memorias de la Clandestinidad, Horacio (Piro) Abreu, destacado dirigente del Directorio Revolucionario 13 de Marzo, plasmó la pérdida de su querido Jefe:
“Enero 25 de 1958. Día de consternación, de dolor, de lágrimas para todos nosotros. Una emisora de la provincia daba la noticia de la muerte de un guerrillero en el Escambray.”
Uno de los soldados del régimen de Batista no vaciló en rematarlo cuando herido y en estado de inconsciencia balbuceaba el nombre de Mayra, su querida hija. Algunos vecinos de Güinía de Miranda recogieron el cadáver y le dieron sepultura al aguerrido capitán, ascendido póstumamente al grado de Comandante del Ejército Rebelde. (Tomado de la ACN)