La carretera que conduce hacia Jesús María deja en el alma una sensación de distancia interminable cuando se recorre por primera vez. El batey perteneciente a Limonar es uno de los más apartados de la cabecera municipal. Quizás el visitante citadino, adaptado al bullicio de las calles, las luces de neón, el parpadeo de los semáforos, cuestione cuán difícil puede ser para sus habitantes aceptar la lejanía como herencia, desde que abren los ojos a un “micromundo” circundado por árboles y tierra.
Una vez que se llega al corazón del poblado, esa valoración ingenua se desmorona y puede comprenderse que los límites entre la urbe y el campo, más allá de difuminarse, se mezclan de un modo peculiar. En los terraplenes se cruzan en su trasiego motorinas y caballos con absoluta naturalidad, y se conocen de memoria los puntos geográficos donde los móviles se abren al roce de la internet.
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Similar al Macondo Garciamarquiano, Jesús María tiene una identidad bien definida. Allí ningún nombre de los vecinos resulta extraño y es común ver a las mujeres ajustando una montura o desbrozando la maleza.
La vida del batey, y esto quizá sea la característica más admirable de todas, gira en torno a la Cooperativa de Créditos y Servicios (CCS) 17 de mayo y la escuela primaria José Martí. Ubicadas una junto a la otra, ambas parecen declarar que el progreso solo puede ir de la mano de la producción y el conocimiento.
Por eso, cuando un grupo de amigos decidimos llevar hasta allí el proyecto DécimAdentro, la aceptación fue inmediata. En aquella comunidad los niños son la piedra angular. En pocos lugares hemos constatado una imbricación tan fuerte entre la familia y la institución educacional.
Antonio Rodríguez Castañer, presidente de la CCS, fue el encargado de acercarnos al patio de la escuela. Para los 52 alumnos, Antonio es una especie de ángel guardián, pendiente siempre de la alimentación, el mantenimiento constructivo del centro y el bienestar de aquellos pequeños de mirada encendida que nos recibieron.
“Desde que supieron que venían están ansiosos. Hoy ni hemos tenido que llamarles la atención, hasta hicieron correctamente el dictado en la clase de Lengua Española, todo con tal de poder terminar temprano para compartir con ustedes”, nos comenta María Isabel Ocasio Fernández, directora de la escuela.
El contexto para intercambiar no pudo ser mejor. Ese día desarrollaban la feria Guajirito soy, que mensualmente agita la rutina de la escuela. En dicho espacio, del uniforme escolar solo permanece la pañoleta. Se trata del día para calzarse las botas y ponerse el sombrero de yarey, para remangarse las camisas y ajustarse los pantalones, dispuestos a emprender un viaje hacia la raíz campesina.
En el patio de la escuela todo se dispone para recrear ambientes típicos del campo cubano. No faltan los racimos de plátano, los cocos, la guitarra y el taburete, la bandera cubana presidiendo la cita y hasta una recreación de aquellos coladores de tela que desembocaban en un jarro de aluminio, estructura usualmente empleada para hacer de una colada de café un espectáculo de aroma y sabor que las cafeteras modernas no logran reproducir.
Sentados sobre el césped verdísimo, los estudiantes nos escucharon hablar acerca de la décima y las peripecias de esta Viajera Peninsular que se volvió tan criolla como las palmas.
Había que estar allí para sentir la emoción de aquel grupo de pioneros, todos risueños, sin el más mínimo rezago de timidez y con un oído increíble para participar en el juego de la rima.
Recuerdo que las carcajadas resonaron cuando al preguntar qué rimaba con caramelo, una vocecita gritó que “chupa-chupa”. Le explicamos que no, que eran palabras incluidas en un mismo campo semántico pero no había rima entre ellas, a lo que la pequeña aludió rápidamente: “Maestra, no pegarán pero qué ricos son”.
Un instante mágico fue hablarles del Indio Naborí, de cómo le puso a la décima un traje nuevo y reafirmó que a través del verso era posible narrar la historia, como aquella vez en Playa Girón, cuando conoció a Nemesia y sus zapatos agujereados por las balas mercenarias.
En ese momento, nada impidió que Liz Mariana alzara su voz y recitara de memoria la Elegía de los zapaticos blancos, conmocionando a quienes comprendimos que la poesía seguirá conservando el don de la eternidad mientras existan almas como la de esta niña de solo 10 años.
Al filo del mediodía, las mesas fueron llenándose de colores y texturas. Dulce, salado, frutas, viandas, cada plato era entregado por los niños en un gesto de alegría y solemnidad.
Las profesoras nos explicaron que tienen por costumbre compartir estos alimentos al finalizar dicha feria mensual, y que los padres colaboran de manera espontánea para que todo resulte una suerte de fiesta.
El cierre de la jornada fue un guateque en el cual los poetas que nos acompañaban cantaron sus décimas y apreciamos los talentos escondidos en aquella escuelita donde es posible encontrar desde una niña que entona Yo soy el punto cubano, hasta un pionero que interpreta corridos mexicanos con un talante increíble.
Hubo abrazos, fotografías; los alumnos bailaron ritmos tradicionales junto a sus maestras, y sellamos el compromiso de regresar a enseñarles más de la espinela y sumar otra palabra al mural donde esta vez dejamos escrito: poesía.
En la tarde, antes de marcharnos, hubo controversia en el centro del batey, frente a la mirada exigente de los pobladores que escuchaban; unos sentados en una pequeña acera, otros de pie junto al umbral de la puerta, sin estridencias ni aplausos abrumadores, sino en silencio, meditando cada palabra pronunciada por los repentistas.
Regresar de Jesús María es totalmente diferente, aunque viajes en el mismo camión, con el mismo chofer y recorras aquella distancia que antes consideraste infinita. El “micromundo” de ganado, surcos y árboles te parece tan grande que no cabe en el pecho un adiós definitivo. Comprendes entonces que hay diamantes escondidos en el espíritu del batey y que para encontrarlos vale la pena emprender de nuevo un viaje DécimAdentro.