William Shakespeare escribiría que “el pasado sea un prólogo”. Con esta frase, el dramaturgo —en cuyas obras, cuando se estrenaron, los roles femeninos fueron interpretados por hombres disfrazados con vestidos isabelinos y pelucas, porque los escenarios no eran cocinas y por tanto las mujeres no podían ni debían estar ahí— nos advierte sobre la necedad de quienes se quedan a habitar el pasado, sea por comodidad o por falta de voluntad.
El domingo pasado, el pueblo cubano en un ejercicio democrático aprobó el Código de las Familias. Tanto los que votaron a favor, como los que no, han de reconocer que esta legislación cambia radicalmente la forma en que las mujeres y hombres de la Isla legitiman los diferentes modos de amar y los derechos de los que son sujetos.
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Para muchos constituyó un triunfo del amor, porque quita trabas que no pueden existir cuando el sentimiento es lo que tiene que primar, y acerca a la Isla a lo que muchos queremos que sea. Sin embargo, pensar que por colocar una cruz en una boleta todo cambiará de la noche a la mañana sería engañarse. Entonces, parafraseo al bardo inglés y digo que el código debe ser un prólogo.
En un libro, el prólogo no es solo lo primero con que tropezamos al comenzar su lectura, también nos ofrece pautas de lo que podremos encontrar más adelante. No devela nada, no hace spoilers, pero sí fija rumbos y metas. El Código cumple esta misma función.
Resultaría ingenuo pensar que, como el mago hace desaparecer el conejo en la chistera, se desvanecerán la violencia de género, las costumbres heteropatriarcales, los tabúes, las mezquindades puertas adentro. Estas prácticas más que un conejo son un elefante. Tristemente, aquello que se ha construido durante siglos, que se ha transmitido de generación en generación, no se disipa por arte de magia.
Por eso, después de la aprobación del Código, la lucha continúa; inclusive, de manera más recia y constante. Quiero creer que el SÍ mayoritario demuestra que gran parte de la población, aunque haya quien no esté de acuerdo con algún que otro punto, tiene la voluntad de transformar, de evolucionar, que no es más que el cambio para bien; y tenemos que aprovechar dicho impulso.
El campo de batalla es la cultura. Esta se entiende como la serie de tradiciones y costumbres aprendidas que definen el comportamiento y la espiritualidad del hombre en sociedad. Muchas resultan nocivas o pueden llegar a serlo si no se deconstruyen a tiempo. Son ejemplos de ello la idea de que la violencia es un correctivo o que la biología decide a qué profesión debes dedicarte, como sucedía con los actores en las obras de Shakespeare.
La educación constituye el arma más efectiva en estas lides, pero una que no utilice los mismos métodos que pretenden frenar, que no imponga u obligue, sino que abra la mente y expanda la conciencia. Aplica para niñas y niños, aunque estos al crecer son quienes pueden detener la transmisión de dichos patrones que se basan en la intolerancia; y también a los adultos. Los que aseguran estar viejos para pensar de otra forma colocan en duda milenios de evolución humana.
Muchos estamos felices por la aprobación del Código de las Familias. No obstante, la mayoría de las veces los cambios provienen de acciones pequeñas; que en este caso pueden verse en el padre que enseña al hijo a apreciar lo diferente y no a odiarlo. Solo así llegaremos a decir que el pasado es un prólogo y de una vez lograremos que las filias se sobrepongan a las fobias.
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