Aquel mediodía del jueves 4 de septiembre de 1997, en el vestíbulo del hotel habanero Copacabana, tres jóvenes italianos, amigos de la infancia, compartían entre gestos bonachones una separación que no sería muy larga. Enrico y Francesca eran una pareja de enamorados felices, y Fabio Di Celmo, un joven empresario que, junto a su padre, preparaba condiciones para establecerse por varios años en Cuba.
Entre risas, cuentos y promesas transcurrían aquellos minutos de adiós, cuando una bomba, colocada al pie del mostrador del pequeño bar del hotel, explotó brutalmente. Y Fabio, sin que diera tiempo a nada, fue alcanzado por una esquirla de metal del cenicero donde fue puesto el artefacto explosivo, que se le clavó en el cuello y le cercenó mortalmente una de las arterias carótidas.
Giustino, el padre del muchacho herido, estaba en su habitación del hotel, sintió la explosión y enseguida le informaron que su hijo había sido gravemente herido y trasladado hacia la Clínica Central Cira García.
Pero la muerte no había reparado demasiado para atrapar a aquel mozo italiano que, cargado de vitalidad y entusiasmo, había llegado a la mayor isla de la Antillas. Fabio tenía solo 32 años. Estaba en la flor de la vida. Cuando miles de sueños se albergaban en él, una miserable intención de acabar con Cuba, y de sembrar el terror en esta tierra, puso fin a todos sus proyectos.
El autor material de aquel acto terrorista había sido el salvadoreño Raúl Ernesto Cruz León, quien entró al país el 31 de agosto, procedente de Guatemala, con la condición de turista, pero en verdad era un mercenario extranjero que actuaba bajo las órdenes de la CIA y de la mafia que integraba la llamada Fundación Nacional Cubano Americana de Miami.
Cruz León reconoció poco después haber introducido en Cuba el explosivo tipo C-4 y los otros mecanismos que utilizó, y haber sido también el autor material directo de la colocación de los cuatro artefactos explosivos en un solo día en los hoteles Capri y Nacional, el 12 de julio. Por cada bomba recibiría un pago de ¡4 500 dólares!
Pero detrás de todos estos hechos estaba un veterano de historial denigrable, Luis Posada Carriles, el turbio personaje que se había entrenado como experto en demolición para la invasión de Playa Girón, en abril de 1961, y en cuyo expediente tenebroso estaba el haber participado en la voladura del avión de Cubana que despegó de Barbados, el 6 de octubre de 1976, con 73 pasajeros a bordo. Posada Carriles, quien integrara los órganos represivos de la tiranía de Batista, vivió y caminó por las calles de Miami como si fuera un ciudadano de mérito, protegido por el FBI, la CIA, el Pentágono y la Casa Blanca hasta su fallecimiento en 2018.
La horrenda argumentación que dio a la prensa norteamericana, a propósito de lo acontecido aquel 4 de septiembre de hace 25 años, es capaz de hacer temblar de indignación a cualquier ser humano del planeta. Con increíble desfachatez calificó el hecho de aquel mediodía en el habanero hotel Copacabana como un «accidente fortuito».
Al periódico The New York Times expresó: «La muerte del turista italiano fue singular accidente y tengo mi conciencia tranquila». Más adelante, en la misma conversación, sostuvo descaradamente: « ¡Duermo como un bebé! Es triste que alguien haya muerto, pero no podemos detenernos». Y añadió, como para rematar: «Este italiano estaba en el lugar equivocado, en el momento equivocado». Cuánta impotencia despierta aún el hecho; cuántos recuerdos de aquel muchacho de nobleza honda calaron al padre Giustino, amigo entrañable de Cuba hasta su muerte en 2015, quien poco después del accidente de su hijo menor, escribió conmovido sobre su Fabio querido: «Estabas aún en el vientre de tu madre, y de alegría lloré. Eras un niño y por tus fiebres y tus caídas, lloré. Eras un joven y por el temor y la angustia a la decisión de tu vida, lloré. Cuando la bomba asesina apagó tu joven vida, ya no tengo más lágrimas para llorar».