La zona industrial de Matanzas era, salvo para los miles de ingenieros y técnicos que habían atravesado su avenida o trabajado en sus instalaciones, un cuadro paisajístico. Una vista desde todos los puntos de la ciudad, donde destacaban precisamente ocho cúpulas relucientes, junto a chimeneas de antiguos colosos industriales, viejas y nuevas termoeléctricas, otros tanques y mar.
El pasado 5 de agosto esa pintura idílica se marchitó. Durante una semana los domos –al menos cuatro de ellos– solo supuraron nubes de humo y un temor extendido a la ciudad.
El incendio en la Base de Supertanqueros, como consecuencia del impacto de una descarga eléctrica atmosférica sobre uno de los depósitos de hidrocarburos, cobró la vida de 16 personas, entre bomberos y operarios de camiones cisterna. Mantuvo en vilo a Matanzas y a toda Cuba, y se inscribió indiscutiblemente como el peor de los siniestros industriales del país.
Y en la memoria, humana y fotográfica, queda la columna de humo gris que, a merced del viento, rasgó en dos el cielo, la hoguera gigante y los rostros de hombres y mujeres que se mantuvieron allí a pesar del miedo.
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Llovía, algo usual en los meses de verano. Pero ese viernes 5 de agosto los relámpagos se sentían más cercanos que de costumbre.
–¡Qué clase de agua!, comentaba Valodia Vázquez Laza, jefe de brigada del área de Base de crudo y suministro, a sus operadores. Los truenos solían provocar disparos en las bombas que controlan el abasto de crudo a las termoeléctricas Guiteras y Che Guevara, de Santa Cruz del Norte. Justamente por eso miraba en su computadora las alertas del sistema, para evitar que esos pequeños fallos causaran un derrame.
Eran poco más de las seis y media de la tarde. Se asoma en el portal de su local de trabajo.
“Yo no vi el rayo, sinceramente lo digo, pero sentí el impacto sobre el tanque. Fue como una explosión, como si se hubiera ponchado una pelota gigante”, continúa narrando.
Salió a revisar bajo un agua que caía a cántaros, desprovisto de capa, temiendo que el daño hubiera sido en su instalación. Entonces, vio al depósito 52 del área de supertanqueros con fuego en el techo, una experiencia sin precedentes en sus ocho años de trabajo en la división territorial de la Empresa Cupet.
“Cuando estas cosas ocurren no se sabe lo que puede pasar, de modo que, como estamos relativamente próximos, yo debo activar el sistema de enfriamiento de mis tanques… por si las moscas.
“Pero si bien me llegó agua de la misma fuente que abastece al área de supertanqueros, el manómetro indicaba que la presión no era suficiente”.
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En la primera línea de defensa ante eventualidades de este tipo está el sistema pararrayos, que en el caso del de los supertanqueros consistía en una malla Faraday. La bibliografía consultada refiere que este es un mecanismo de protección fiable para depósitos inflamables, aunque costoso en su montaje y mantenimiento.
Durante una conferencia de prensa, el teniente coronel Alexander Díaz Jorge, segundo jefe del Departamento Nacional de Extinción del Cuerpo de Bomberos de Cuba, agrega que la propia tapa del tanque, en forma de domo geodésico, está diseñada para minimizar el impacto de las descargas.
–Y entonces, ¿qué pasó? –lo interroga BOHEMIA.
–El rayo se puso malcriaʼo –responde coloquialmente.
Profundizando en este sentido, el doctor en Ciencias e Ingeniero Eléctrico Juan Almirall Mesa explica a la dirección de Comunicación de la Universidad Tecnológica de La Habana que, pese al correcto diseño y conservación, los sistemas pararrayos no son infalibles, pues existen “variables que inciden en su funcionamiento, que no dependen de la voluntad del hombre”. Esto incluye descargas atmosféricas de intensidad superior a lo proyectado.
El también profesor de la Facultad de Ingeniería Eléctrica puntualiza que se puede garantizar un nivel de riesgo tolerable si se tiene un “régimen de mantenimiento predictivo, preventivo y correctivo… y los recursos materiales y financieros necesarios”.
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El jefe del turno A de los operarios de Base en Tierra (como le dicen al área de supertanqueros), Noel Alfonso Savón, imaginaba que aquel 5 de agosto iba a ser como otro día cualquiera, uno de esos en que se revisa el perímetro, se miden los tanques y se da comienzo a las operaciones de llenado a partir del arribo de buques.
Lejos estaba de saber que una antojadiza descarga eléctrica cambiaría su experiencia para siempre.
“Una vez que cayó el rayo, el Sistema contra Incendios (SCI) empezó a operar de manera automática, excepto los cañones de agua asociados al tanque, que quedaron inutilizados por el impacto, y las bombas que activamos de modo manual porque desde hacía un tiempo mostraban problemas en el programa computarizado”.
Rigel Rodríguez Cubells, director de la División Territorial de Comercialización de Combustibles Matanzas, acota días después, en medio del ajetreo que aún vivía la zona industrial, que la descarga desprendió el techo del tanque 52 (primero en incendiarse) y con ello las cámaras de espumas. Lo supo porque, una vez enterado de la noticia, llegó en menos de 20 minutos al lugar.
Era sabido que la disponibilidad de espuma y de agua en la cisterna para hacer funcionar el SCI era baja, puntualiza Noel.
Cuando el depósito se encontraba arropado por las llamas, los operarios del turno siguiente se incorporaron a las labores de enfriamiento. Uno de ellos, Yohazan Nogueira Santana comenta: “La verdad es que el agua se agotó; y aunque se avisó al muelle para que bombearan desde el mar para rellenar los tanques del SCI, no llegó con suficiente caudal”.
Lo siguiente fue prácticamente rezar, conscientes de que, a pesar del esfuerzo, no estaban preparados para un evento de tales proporciones.
“Habíamos oído de experiencias similares en el mundo –dice Rigel–, pero no es lo mismo oírlo que vivirlo. Incluso estábamos a pocos metros del tanque 52 (con 24 000 metros cúbicos de crudo nacional) cuando colapsó. Corrimos muchísimo. En un momento pensamos que no lo íbamos a lograr”.
En la madrugada del sábado ya ardían dos tanques (52 y 51). Las brasas amenazaban a un tercero. En medio de este panorama, el presidente de la República, Miguel Díaz-Canel Bermúdez, solicitó, “a países amigos con experiencia en el tema petrolero”, ayuda y asesoramiento internacional para sofocar el incendio.
Horas más tarde llegaban los primeros expertos de la empresa Petróleos Mexicanos (Pemex), seguidos por sus homólogos de Petróleos de Venezuela (Pdvsa). Con ellos trajeron recursos, equipos y la valiosa experiencia ante eventos de este tipo. Sin embargo, la diferencia tecnológica supuso un retraso en la estrategia a ejecutar.
“Tuvimos dificultad para acoplar las bombas que trajeron a nuestras tuberías, las terminaciones eran diferentes –aclara Rigel. Hubo que recurrir al único trabajador por cuenta propia que realiza soldaduras con argón en la provincia. Fue como a las dos de la mañana y nos dijo sin pensar: ‘si es para el supertanquero vengan, que eso hay que hacerlo rápido’”.
Desde entonces, fuera y dentro de la zona industrial se trabajó para vencer al enemigo común, para apoyar a víctimas y familiares, a los evacuados. Los soldadores hicieron variantes de conexiones hidráulicas de grandes dimensiones, los operarios y camiones cisternas garantizaron el abasto de agua, constructores alzaron barreras de contención para evitar la propagación hacia otras áreas del fuel oil desparramado del segundo tanque.
Días después, cuando el fuego se apaciguó, solo quedaron un manto de hollín y las huellas del combustible efervescente sobre el suelo. “Hemos perdido talleres de mantenimiento, el laboratorio, que era de los mejores en el país y hace poco su gama de análisis nos permitió ganar un litigio internacional –se lamenta Rigel. Pero hay que seguir guapeando”.
Las horas más oscuras
“Dicen que los bomberos somos seres de Dios, pero esto que pasamos fue para mí lo más cercano al infierno”, apunta uno de tantos bomberos que vio de frente a la muerte y vivió para contarlo.
Yusney Sarmiento García, jefe de dotación del Comando 1 de Matanzas, aún no cree estar ileso. Está de vuelta en su centenario cuartel provincial y mirar a lo lejos la indomable estela de humo lo torna impaciente.
“Ese día, cuando todo comenzó, justo salíamos hacia el límite oeste de la ciudad por un escape de gas. No llegamos. Dimos vuelta en U en el Parque de la Libertad. Caía una lluvia intensa, oscura”.
Las fuerzas de la estación de Versalles, próxima a la zona industrial, fueron las primeras en llegar pocos minutos después del impacto. Asumieron parte de las labores de enfriamiento con sus propios carros bomba.
Lo que sobrevino después para ambas tropas fue una frenética lucha, donde aplacar el fuego se hizo casi imposible. Eran conscientes, pero le hicieron frente igual.
“Recuerdo que al inicio éramos dos dotaciones, unos 15 hombres, a los que se fueron sumando otros comandos de Matanzas, bomberos que estaban de descanso y posteriormente los de otras provincias”, agrega.
Coquetearon con el fuego una vez y otra vez, tentando la suerte. Corrieron, se reagruparon.
Es sábado 6, de madrugada. Arden ya los dos primeros tanques. Yusney retrocede para cambiar el pitón, se quita los guantes para tomar agua, las gotas en su cuerpo se evaporan. De pronto, la primera fragua colapsa.
“Corre, corre”, le dicen sus compañeros. Unos logran montarse en el carro siempre encendido y dispuesto para la huida, otros quedan en el suelo.
Yusney se enreda con la manguera, cae, esta lo arrastra. Así logra alejarse un tanto de la hoguera. Queda tendido en el piso. Un pailero lo ve, detiene su vehículo, le dice que se agarre de su escalera.
Entonces reacciona, aprieta los peldaños de metal que queman sus manos, los abraza, se aferra a la vida.
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Osmany y Osmel Santiuste comparten profesión en el Comando 2 de Versalles. Orgullo de padre e hijo seguir la tradición familiar.
–¿Qué tipo de llamada atienden habitualmente en la zona industrial?
–Incendios en la maleza como consecuencia de la sequía o algún cigarro, por lo general de fácil extinción. De cualquier modo es un área complicada por las industrias, el volumen de combustible, algunas sustancias tóxicas como el azufre y el amoníaco en la Rayonitro –explica el mayor Osmany, el padre.
–¿Reciben alguna preparación especial?
–Tenemos la misma instrucción que el resto de los bomberos, que es integral, solo que dominamos las características del terreno –declara Osmel.
Otra vez el recuerdo de la segunda explosión: “Rogué por mi papá. Nos separamos, no estaba conmigo”.
Su padre probablemente hizo lo mismo por él, cargando el pesar de haberlo arrastrado a esta profesión que ahora amenazaba con quitárselo.
El joven Yoan Flores Alonso, de la propia estación, pasa y trata de dar sus impresiones. Se encoge su figura esbelta queriendo esconder las lágrimas, rememorando quizás el miedo, los gritos, la pérdida, las contracciones que su cuerpo empleó para burlar el fuego. No logra articular frases completas.
–Corrí, corrí, las brasas me pasaron por encima. No voy a salir de esta, pensé, pero seguí corriendo, levanté al que pude, al que encontré a mi paso, no fueron todos.
–Yo no soy religioso –dice el teniente coronel Alejandro Alfonso, jefe de los Bomberos de Mayabeque– y sin embargo sentí la necesidad de ponerle velas a la Virgen de los Desamparados, patrona de los bomberos.
Por él, por los compañeros que tiene a su lado, por los que ya no están.
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Como ángeles de la guarda se ubicaron tras los bomberos, los socorristas. Sus rostros se hacen conocidos de tragedias pasadas: accidente aéreo, tornado, Saratoga…
“En el caso de Matanzas, todos los ‘cruzrojistas’ somos voluntarios; eso no nos impidió ser los primeros en estar ahí. Llegamos casi al unísono con el Comando 1 de la provincia, de modo que los acompañamos toda la primera noche durante las acciones y explosiones iniciales. Recuerdo que nos cubrían con sus capas, ya que nuestro uniforme no está diseñado para resistir el fuego. Fue muy difícil: era mucha área a cubrir, civiles a evacuar y teníamos quemaduras”, declara Yudith Rodríguez Reyes, jefa del grupo especializado de Operación y Socorro de la Ciudad de los Puentes.
Reinaldo López Muñoz, quien alterna su voluntariado en la Cruz Roja con el puesto de jefe de turno en un policlínico de Artemisa, comenta: “Nuestra primera función fue la de vigía para prever los riesgos y cambios del terreno que ellos (bomberos y operadores) no podían ver por estar embebidos en sus funciones”.
Quizás, la labor imperiosa fue la de mitigar el dolor físico y emocional de las heridas y la ausencia, imprescindible para continuar la tarea.
Esa angustia se hizo eco en cada rostro, en redes sociales, tras la pantalla. Emergieron pintores, cantantes, deportistas, trabajadores dispuestos a ayudar, a tender la mano o el hombro para llorar.
Cuba en duelo. Han cedido las llamas. Ahora solo queda el cansancio y el recuerdo de las horas más oscuras que, contradictoriamente, fueron muy claras.
Medicina de campaña
Ocho kilómetros separan la zona del desastre del Hospital Provincial Comandante Faustino Pérez. Mas los habitantes de barrios como Playa, Peñas Altas o Pastorita –ubicados en el borde opuesto de la bahía– se sitúan a unos cuatro. Ese viernes tienen visión panorámica del humo que emana del primer tanque.
Entre ellos están el médico Adrián Rodríguez Tabares y la cirujana Gretel Robaina Rodríguez, quien es además subdirectora del hospital.
Gretel avisa al jefe del servicio de Cirugía Reconstructiva y Caumatología (rama que estudia y atiende quemaduras). Mas al doctor Raúl Moreno Peña no le hace falta, desde las primeras noticias se mantiene preparado y ha movilizado a su personal de guardia localizable.
“Sobre las 10 de la noche llegan los primeros casos afectados por un golpe de calor. Evaluamos las dolencias que eran simples y pensamos que la noche se iba a mantener así. Esperábamos cuando más unos 15 pacientes.
“Pero a las cinco de la mañana del sábado una explosión anunciaba una avalancha superior de casos, de modo que llamamos al servicio completo”, comenta este especialista con más de 20 años de experiencia.
Adrián ve la onda expansiva, siente el calor en la cara y como residente de tercer año en Cirugía Reconstructiva sabe que de algún modo debe llegar al hospital.
–¿Qué se coge en Matanzas a las cinco de la mañana?
–Nada. Tuve que salir caminando, pedir botella dos veces y al final terminé subiendo a pie desde el parque René Fraga.
Casi 100 pacientes entraron por el Cuerpo de Guardia del Faustino prácticamente a la vez. Los especialistas comenzaron a improvisar nuevos locales donde clasificar y atender las heridas.
“Empleamos el lobby y posteriormente la consulta externa para ubicar los casos más leves (la mayoría). Dejamos el área de observación de emergencia para los más graves y destinamos la Sala J para aquellos que requerían ingreso, pero que solo tenían lesiones de cuidado.
“Antes ofrecimos medidas inmediatas de auxilio (hidratación y limpieza de las heridas) casi que en ambiente de campaña, gracias a una comisión habilitada con enfermeros y médicos en general que se encontraban de guardia”, recuenta el doctor Moreno.
Para solventar la escasez de recursos que sufría el hospital se movilizaron las reservas provinciales y nacionales, además de los donativos internacionales que llegaban.
Poco a poco se agiliza el flujo en el centro de salud: los pacientes leves son dados de alta, se reevalúan los de cuidado, se remiten casos para La Habana (13 en total) y en sentido contrario llega desde la capital una brigada médica integrada por 10 profesionales de diferentes instituciones, especializados en la atención de quemados y terapia intensiva.
–Pensábamos que iba a ser más complejo, que existiría mayor número de casos graves –comenta uno de los integrantes de este grupo.
–Claro que el mayor número de pacientes lo recibió el personal del Faustino Pérez –reconoce otro. Nosotros apoyamos en las curas y asesoramos en la estrategia a implementar.
A estos profesionales también se sumaron especialistas mexicanos, quienes, al igual que los bomberos, la fuerza aérea y la marina de ese país, respondieron a la convocatoria del presidente Andrés Manuel López Obrador para ofrecer ayuda humanitaria a Cuba.
En tanto, el doctor Arnaldo Pérez Caballero, jefe del servicio de Neumología del Hospital Provincial, aclara que, durante los siete días que duró el incendio, no se advirtió un incremento en el número de casos con enfermedades respiratorias.
Sin embargo, la Ministra de Ciencia, Tecnología y Medio Ambiente (Citma), Elba Rosa Pérez Montoya, aclara en el periódico Granma que los efectos de este accidente no solo hay que verlos a corto plazo.
El impacto habitual de este tipo de emisiones se percibe en habitantes de áreas residenciales próximas a zonas industriales o en los propios trabajadores. Ambos grupos poblacionales muestran mayor incidencia de cáncer, trastornos respiratorios y del sistema endocrino.
Se estima que la emisión total a la atmósfera de este incendio haya sido de 6 232 toneladas de gases y partículas, entre ellos dióxido de azufre y óxido de nitrógeno, comenta a la agencia Xinhua el delegado del Citma en la ciudad matancera, Oscar García.
Si bien se mantuvieron a una altura de cuatro kilómetros, su permanencia en áreas de nublados y la atmósfera puede ocasionar además daños a las cosechas.
¿De vuelta a casa?
Del otro lado de la historia están los desplazados por la inseguridad y el miedo; aquellos que, temiendo al humo tóxico o la propagación del fuego, abandonaron sus hogares para apretarse, a gusto o disgusto, en casa de familiares y amigos o en centros de evacuación.
Sumaron en total 4 744 personas. De ellas, el 19 por ciento fue ubicado en instituciones estatales como la Universidad de Matanzas y la Escuela Pedagógica René Fraga, más conocida como la Formadora de Maestros.
La mayoría de esos evacuados –pertenecientes a las localidades de Dubrocq, La Ganadera, La Antena, San Roque y Versalles– coincide en que el proceso de traslado, que tuvo lugar en la mañana del sábado 6 de agosto, fue organizado, así como la atención en esas instalaciones.
Llegan desde organizaciones religiosas, no gubernamentales, artistas, empresas privadas y estatales donativos de productos de aseo, ropa, comida, medicamentos, juguetes… Presentaciones culturales para motivar y entretener al público diverso tienen lugar.
Sin embargo, los habitantes de la pequeña comunidad emplazada dentro de la zona industrial, justo frente a las oficinas de la comercializadora de Cupet, se distinguen del resto: yacen con la mirada perdida porque llevan en sí el trauma de salir corriendo con lo que tienen puesto; y peor, la angustia de haber perdido parte o toda la vivienda como consecuencia del incendio.
En el pasillo central de la Formadora de Maestros está Maikel. A sus lados, Nayelis e Isivis. No se miran ni hablan, pero se entienden. Ambas adolescentes han quedado consternadas por la destrucción del hogar de Maikel, una historia que pudo ser la suya.
“Que se queme la casa de Maikel es un dolor para mí, porque es vecino mío –comenta Nayelis Meriño Pardo−. Vivo pendiente a las noticias sobre la casa de mi abuela y la de todos en sentido general, más cuando ya sé que la primera vivienda de las de mi fila perdió el techo”.
A sus 16 años, Nayelis dice no tener cabeza para las actividades que se organizan en el centro de evacuación. Y aunque de vez en cuando un mago o un payaso la hacen esbozar una sonrisa, la preocupación no la deja desconectar.
Isivis Padilla Ramírez, es dos años menor y pensar en aquel fatídico viernes no la deja dormir bien. “Recuerdo a Lucía (otra vecina) gritando ʽcandela, candelaʼ. Entonces nos asomamos y vimos al tanque arder. Todo el mundo salió corriendo para la carretera con los chiquillos, sin nada. No hubo tiempo de recoger.
“Después de un buen tramo corriendo nos abalanzamos contra unos carros estatales para que nos sacaran del lugar, nos dejaron cerca de Dubrocq y como a las 11 de la noche las autoridades nos llevaron hacia el politécnico Ernest Thelman, a un costado de este reparto. Luego de la segunda explosión, en la madrugada del sábado, nos trasladaron hacia aquí (la Formadora)”.
Como consecuencia del incendio de los cuatro supertanqueros y del combustible vertido a los conductos eléctricos y tuberías cercanas, tres de las casas de la vecindad de la zona industrial fueron destruidas totalmente y el resto afectado de modo parcial.
El caso de este asentamiento en Matanzas –constituido diez años, cuando el gobierno entregó los locales en desuso a damnificados– enciende alertas sobre aquellas comunidades en situaciones similares en Cuba, y nos hacen sopesar si vale la pena el riesgo.
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Cuando el dolor se hace país, es imposible permanecer indiferente. Cuba entera se vuelca en Matanzas para apoyar, aliviar:
Artistas y emprendedores gestionan donativos de alimentos, juguetes, ropas o medicamentos; transportistas privados mueven esos recursos y no cobran nada; un taxista matancero sacrifica sus jornadas laborales para llevar y traer médicos y lesionados; los universitarios donan sangre y ceden sus albergues a los evacuados; bares, cafeterías y paladares envían alimentos, el café que mantiene a muchos en vela…
Del episodio luctuoso debemos sacar enseñanzas: trabajar mejor, más que sumirnos en lágrimas. La experiencia adquirida será lo único que nos permita resarcir lo ausente y que el hecho no se repita jamás. (Por: Lilian Knight Álvarez/Tomado de Bohemia)