La corredera: crónica de cuando llega una visita a la casa

La corredera: crónica de cuando llega una visita a la casa

Uno en casa anda a su aire, sin camisa o con un pulóver “desbemba’o” —que alguna vez fue de andar, y antes de eso fue de salir— y un short al que debes sujetar con una mano para que no te baile striptease piernas abajo, porque cuatro años atrás perdió el elástico. Reposas sentado frente al televisor, todavía con el plato sucio del almuerzo sobre las piernas y medio dormido por el postprandial, cuando tocan a la puerta. Por comodidad, alzas la voz para preguntar quién es. Levantarte te cuesta y, si es un recado, por ejemplo, no importa que la puerta esté cerrada, porque resuelves con par de gritos. 

“Soy yo”, te responden en ese cubanismo ambiguo y que Dios te salve si no lo reconoces por el tono, porque entonces te espera el clásico remate: “¿Cómo no vas a saber quién soy yo?”. Sin embargo, en este caso específico sí dominas la identidad de quien interrumpe tu plan de domingo, que más o menos consiste en no tener plan alguno. 

Es la tía de la capital, esa que a sus espaldas llamas “la marquesa de Carabá”, por mezquina y por creerse una lady británica en formol. Pero igual pudo ser el compañero de la universidad que vende hamburguesas en Hamburgo, y que viene a restregarte su espátula en la cara, como si te importara en lo más mínimo; o la exvecina que siempre te regalaba un poco de bijol para el arroz amarillo, y que hace seis meses se buscó un trabajo fuera de la provincia. 

Ahí empieza la corredera. “Ahora salgo”, gritas, y sabes que esa frase te da un margen de exactamente cinco minutos, que es lo que la gente cree que uno puede demorarse en el baño, único motivo por lo que te disculpan la tardanza. 

Llevas el plato sucio para la cocina, pero no puedes colocarlo en el fregadero, porque ¿qué dirá si ve que tienes un reguero de trastos en la meseta? Piensas rápido y lo ocultas dentro del refrigerador, aprovechas y también acomodas dentro la olla que dejaste con un poco de agua para que se despegaran las raspas del arroz. Sabes que el único lugar de la casa que una visita nunca registrará será el refrigerador. Es de mala educación juzgar los refrigeradores del prójimo.   

Vas para el cuarto y sueltas el elástico del short, para que este caiga por su propio peso. Abres el escaparate y buscas otro lo más decente posible, y de paso un pulóver a juego, porque tampoco debes aparecerte con flores estampadas para abajo y camuflaje para arriba, y arriesgarte a parecer un matorral. 

Frente al espejo del baño te frotas los ojos para quitarte los últimos rezagos de las lagañas, y te aplastas el pelo para poner a raya a todos esos “buscanovios”. Revisas que el jabón no tenga ningún pelo pegado de la última vez que te afeitaste. Si te piden entrar a hacer sus necesidades y luego se van a lavar las manos, no pueden hallar esa cochiná’.

Tres minutos y 20 segundos después, por fin puedes abrir la puerta. Aclaremos que si fuera alguien cercano no hay que recurrir a esas artimañas, le abrirías aunque fuera en calzoncillo. 

Después de los intercambios de frases de cortesía, corresponde invitarlos a un vaso de agua, un café y, según lo “celestiales”, es decir, qué tan pegados al cielo estén los precios de los carretilleros, a un jugo.   

Estás tomando el café de la bodega, pero escondido en un estante te queda un paquetico con un fondaje del bueno —“ahora sí tengo la llave, ahora sí tengo la llave”—, con el que piensas hacer la última colada. Sirves el agua en lo que se prepara el café. Cuando estás solo, para tomarlo usas la primera taza que tengas a mano; no importa que esté desorejada, descascarada o que en el fondo quede un poco de borra de la última vez que la utilizaste y no la fregaste bien.  

Como te enseñó tu mamá, tu madrina, tus primas, cuando llega la visita hay que buscar el juego de tazas “buti”, el intocable, al que no se le ha roto ni un asa y conserva los filamentos dorados y la pintura exterior sin “despixelarse”. Es ese que a veces pasan meses y no se toca, y que debes recordar cada 15 días pasarle un trapito para quitarle el polvo. En fin, es el juego de tazas para las visitas. De igual manera, puede existir el mantel de las visitas, sin una mancha de frijol o de grasa, aún níveo cual recién tejido; la vajilla, la porcelana de la abuela, que perteneció a la tatarabuela, y que contempla a los imperios desmoronarse detrás de la vidriera. 

Le sirves el café al autoinvitado que esperó a darse el primer buche para comenzar a conversar. En ese momento inicia la visita. Mientras hablan, sigues con la mirada donde se posan sus ojos. Sabes que evalúan la casa, que buscan cualquier desperfecto: la ubicación de los adornos, si hay manchas de humedad en el techo, porque se filtra la placa. Quieres sorprenderla infraganti para poder responderle, inclusive, antes de que se atrevan a preguntar. Ese es tu hogar y con tu hogar nadie se mete. 

Si estás de suerte, es una visita de cortesía o un “solo pasé a saludar”, y después de ponerse al día se marchan y regresas a tu domingo; pero, de extenderse, hay que calcular si te alcanza el café bueno para una segunda colada o, peor, poner a descongelar la ‘proteína’ que te quedan para la comida. En cualquiera de los dos casos, te dices para dentro que mañana, para restaurar un poco el karma, serás tú quien aparecerá de sorpresa en la casa de un amigo o familiar. También mereces ser visitador y no el visitado. 

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