Las necesidades y los tiempos en determinados momentos marcan distancia con la familia. A veces un adiós se transforma en solución, ello no justifica el desamparo que sufren algunos hijos de sus padres; pero ninguna situación se parece a otra, todas tienen una historia y un porqué.
Una madre y ocho hijos huérfanos de padre, año 1947, en Morejón, un batey perteneciente al pueblo de Bolondrón. La educación de esos ocho niños recaía en esa madre, en una época difícil, de suma pobreza y muy escasas posibilidades. El hambre, la inaccesibilidad a una atención médica y el hecho de ser mestiza dificultaban la formación y desarrollo que podía ofrecer a sus pequeños.
Las paredes de palmas y el techo de guano eran testigo del despertar y dormir de esta familia, que muchas veces solo podían llevar a la boca un pedazo de chopo o algunas guayabas de la arboleda.
Los juegos no se diferenciaban por sexo, las niñas trepaban en árboles, corrían caballos junto a sus hermanos y los juguetes eran obra de la naturaleza y del reciclaje; ramas de los arbustos, botellas rotas, flores de las plantas y cualquier otro objeto que satisficiera el imaginario de la niñez.
Entre tanta desdicha aparecía una oportunidad para una de las pequeñas. Tenía nueve años cuando una maestra de la escuelita rural le propuso a su madre traerla a la ciudad de Matanzas a trabajar como mucama en su casa, el pago por el trabajo sería su educación.
Tendría los estudios garantizados hasta que pudiera ejercer un oficio. Tristeza y dolor se removieron en el interior de esta madre, pero no podía cerrarle las puertas a un futuro mejor para su hija.
Los nuevos protectores cumplieron a la madre lo prometido; le aseguraron a la niña alimentos, ropas, colegiaturas y un poco más allá del plano material. Convivió con su nueva familia más que con su propia sangre.
Con ellos compartió los éxitos y desavenencias en su vida, lloró, en ellos encontró consuelo, a ellos pidió consejo cuando desconocía el camino. Con su madre y hermanos siempre mantuvo relaciones, los visitaba en cuanto podía y siempre les llevaba un pequeño obsequio, fruto de sus ahorros.
Triunfó la Revolución en 1959 y el campesinado comenzó a ser oído, inició un período de justicia social y con él la miseria revertía sus tonalidades. Se traslada la familia del pueblito para la ciudad de Matanzas, ya con sus hijos transformados en jóvenes y la madre más envejecida.
La cercanía geográfica propició el retorno de la muchacha, que ya se había titulado como enfermera, con los suyos. Su presencia en esta casa fue breve, en unos meses se casaba y le tocaba formar su propia familia.
Aunque era imposible saber en ese momento, el destino ya deparaba un futuro semejante al de su madre. A los pocos años de casada su matrimonio fracasó y tuvo que asumir la crianza de sus dos hijos con un padre ausente, que entendía su función como el mero hecho de entregar una manutención.
El reflejo de su niñez en el campo y el recuerdo de los esfuerzos de su progenitora venían en ráfagas a su mente. Ahora ambas se podían ver en un mismo espejo; sin embargo, no aplicó la misma solución. Eran otros tiempos.
Hoy esa niña tiene 83 años. Su familia, pese a las dificultades y pérdidas que se producen en el trayecto de la existencia, se mantiene unida. Sus dos hijos sumaron descendientes al árbol genealógico y, por circunstancias similares, los roles de mamá y papá en ellos también han variado.
Luego de contar una y otra vez esta historia de un adiós a sus nietos, Aya sonríe y con la sabiduría de sus blancos cabellos afirma: “Nunca dejé de querer a mi madre. En momentos tan amargos tomó la decisión más sensata, me posibilitó un mejor crecimiento, me convertí en una profesional; y en los años más complejos de su vejez pude retribuir con cuidados y amor sus sacrificios”. Concluye con una mirada distante, absuelta en la memoria, pero con tono radical y definitorio: “Nunca dejó de ser mi madre”.
(Por: Laura de la C. González Trujillo, estudiante de Periodismo)