Ficha técnica:
Título original: Giant
Año: 1956
Nacionalidad: Estados Unidos
Dirección: George Stevens
Guión: Ivan Moffat, Fred Guiol. Basado en la novela homónima de Edna Ferber.
Fotografía: William Mellor
Banda sonora: Dimitri Tiomkin
Reparto: Rock Hudson, Elizabeth Taylor, James Dean, Mercedes McCambridge, Carroll Baker, Dennis Hopper, Sal Mineo
Nunca me ha vuelto a producir tanta emoción sentarme a ver algo que inicia con el “Warner Bros. Pictures presents…”, tan familiar en nuestras vidas. Ni creo que en una simple introducción a los créditos, en tan escasos segundos de música sobre rótulos y paisaje al fondo, una película me transmita semejante evocación del disfrute primerizo antes de que se haya dicho una sola palabra o visto un solo rasgo físico de algún personaje.
Entonces, A George Stevens Production y el título, ese Giant todo en mayúsculas. El aroma instantáneo a clásico. La melodía de Dimitri Tiomkin. Los letreros dorados sobre la inmensidad del desierto, tallando para siempre los nombres de Elizabeth Taylor, Rock Hudson y James Dean en la memoria. Lo que veremos a continuación puede tratar de una saga generacional, de una rivalidad industrial o de un efímero duelo al sol: da igual, pues ya somos cautivos del magnetismo evocador de un cine, tan influyente hoy como desatendido y mal replicado, que sabía retenernos lo mismo una hora y cuarto que tres o más, y prometernos desde el arranque que de sus entrañas extraeríamos cosas más valiosas que el petróleo oculto bajo las arenas de esta historia.
Después de esa demostración de que los títulos de crédito son parte esencial de una película cuando se les confiere la importancia que pueden alcanzar, acontece no solo una narración que es a la vez inteligente y sensible, ácida y romántica, contenidamente épica, de factura impecable y temperatura de eternidad: también tiene lugar uno de esos hitos que con su solo visionado cambian la percepción que de ellos se pueden tener, y de los que uno intuye que, a su manera, también influyen en el camino del cine para bien, madurándolo, enriqueciéndolo, celebrándolo mediante el aporte de cosas nuevas.
En su primera mitad, es un tenso drama sobre dos hombres y un destino (‘’ ¡La mujer que un hombre quiere! ¡La mujer que un hombre debe tener!’’). Nos sitúa bajo el sol implacable y ante los horizontes de Texas en una triste historia de amor no correspondido entre el solitario peón de la hacienda de Jordan Benedict y la esposa de este último, que desencadena el odio de ambos texanos cuando el pobre supera al rico al descubrir petróleo en las tierras que heredó y ve en sus millones el valor para admitir lo que siente y la única oportunidad para conquistar a la mujer de sus sueños… o para hacer desaparecer el dolor de nunca lograrlo.
El enfrentamiento a los puños, que apenas ocupa el tramo final de una escena, es trascendido por otro tipo de pugna; lo original se produce tras el choque de los magnates rivales (uno en la ganadería, el otro desde el petróleo) a partir de sus respectivos capitales simbólicos: ¿quién es el que ensombrece la vida del otro? ¿Quién alcanza la verdadera talla de un gigante? ¿Es mayor el triunfo moral o el material? Son estos cuestionamientos los que definen la segunda mitad del film, introducidos con un tino que rehúye de la obviedad.
Saber que nunca podremos tener a la persona que tanto deseamos que nos ame; el impacto que la riqueza ocasiona al irrumpir en las vidas; la discriminación racial y xenofóbica; la simulación de fortaleza para no derrumbarnos frente a una sociedad competitiva por naturaleza; la búsqueda de una vocación; la imposición del patriarcado y sus consecuencias en la dinámica de pareja y familiar; la capacidad de redención del ser humano… Desde lo más grande hasta lo aparentemente más irrisorio de las personas, forjan una de las historias más sólidas, complejas y vigentes que aún nos quedan de Hollywood en la recta final de su era dorada.
Lo que en una primera lectura puede interpretarse como mero vehículo de lucimiento para tres estrellas de su época, o western tardío sin tiros ni acción, o melodrama más bien sosegado para los estándares comunes, inmediatamente se convierte en algo más. Pero lo que más me gusta de Gigante es que no renuncia a los componentes mitológicos en cuyo marco pudo Stevens dar rienda suelta a su sensibilidad y recrear las problemáticas que le interesaban. Y ya que lo cito, considero válido, y un favor más bien endeble a su memoria, reafirmar mi admiración por el director de La historia más grande jamás contada (1965) y posicionarlo entre los grandes por momentos tan simples y emotivos como la reconciliación, en boda ajena y contada a través de la mirada, entre Bick (Hudson) y Leslie (Taylor). El abrazo con que cierra la escena llega tarde, lo mágico ha sido la postergación del mismo.
La verdad es que sí: Hudson, Taylor y Dean se lucen como casi nunca, sin olvidar las espléndidas interpretaciones secundarias de gente tan malograda en la gran pantalla como Carroll Baker o una Mercedes McCambridge en el papel de su vida, superior a la villana de Johnny Guitar (1954, Nicholas Ray); las baladas del viejo Oeste no hay casi tiempo para cantarlas, pues la industrialización apremia y solo algunos hábitos texanos aluden a tiempos de gloria pasada; y lo creíble y poderosamente humano de los sentimientos expuestos (mejor, los sugeridos), la agudeza crítica de la cual hace gala el argumento, y la fuerza natural con que ambos elementos confluyen, hacen de Gigante el mejor melodrama de los 50 que he visto, al menos entre ese Olimpo que forma junto a Escrito sobre el viento (1956, Douglas Sirk) y Como un torrente (1958, Vincente Minnelli).
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