Nostalgias de un mochilero: Topes de Collantes

Nostalgias de un mochilero: Topes de Collantes

Justo cuando miré a través de los cristales del vagón, el sol se levantaba abriéndose paso en la espesura del monte. Quedaban atrás casi siete horas de viaje en tren, entre el sueño y la vigilia. Al incorporarme pude distinguir el pequeño pueblito de Punta de Diamante, a pocos kilómetros de Cabaiguán. Restaba muy poco para Sancti Spíritus, punto de encuentro de otra nueva aventura como entusiasta mochilero.

Desde la salida de Matanzas, casi a la medianoche, reviví todas las sensaciones que producen los viajes por ferrocarril: el olor del metal calcinado por el martilleo constante de las ruedas contra las vías, que llegan a producir cierta secuencia percutida; las personas intentando dormir en posiciones incómodas como un intento de acortar la distancia; y lo más característico de los trenes cubanos, el fuerte olor que desprenden los baños.

En mi viaje nocturno me reencontré además con las estrellas. Solo en las noches en tren, en medio del monte, brillan más, sobre todo cuando se ausenta la luna. Es como si los astros se sintieran con más libertad y sin competencia alguna para resplandecer.

Sería poco más de las ocho de la mañana cuando arribaba definitivamente a Sancti Spíritus. Me esperaba una ciudad conocida, y el abrazo de un grupo de amigos de varias regiones del país que también se aventurarían en este viaje. Debo confesar que nunca antes, como en ese instante, necesitaba de las emociones que te regala un recorrido de este tipo. Por eso deposité tantas expectativas en mi mochila de viajes.

Aquí debo hacer un aparte para consignar que esta ocasión, a diferencia de otras anteriores, fue menos tortuosa, aunque desgraciadamente viajé solo. No conté con la compañía de Betsy, una compañera habitual en muchas de mis andanzas, ni la conversación inteligente de István. Pude dormir, y en honor a la verdad no me quedó más remedio, porque todo el trayecto transcurrió a oscuras ante la total ausencia de iluminación.

Ningún vagón tenía electricidad. Y cuando creí que me aproximaba a Sanctis Spíritus, el tren se desvió hacia Zaza para cambiar la locomotora china por otra más pequeña, porque según me dijeron, el puente que debíamos tomar se encontraba en mal estado. Así que serían más de las ocho de la mañana cuando aún permanecía encima de un vagón, distante de mi primer destino, y del cálido abrazo de mis amigos.

La llegada

Una vez en Sancti Spíritus, nos alojamos en el Motel Deportivo de esa ciudad. En la urbe del Yayabo estuvimos un día, y nos alcanzó algo de tiempo para conocer el centro histórico de la Villa, muy bien conservado, por cierto. De esa comarca me agradó la limpieza de sus calles, y noté la cantidad de negocios particulares dedicados a la joyería.

En la madrugada del viernes, muy oscuro todavía, partimos rumbo a Topes de Collantes, haciendo una breve escala en Trinidad. En la subida, nos detuvimos unos segundos en el Memorial a Alberto Delgado, protagonista real de una historia llevada a la pantalla grande bajo el título de El hombre de Maisinicú, película que narra las peripecias de un agente de la Seguridad del Estado, infiltrado en las bandas que sembraron el terror en el Escambray.

Estuvimos en el mismo lugar donde lo ahorcaron.  Recordé la canción que Silvio Rodríguez compuso para el filme, una de las más hermosas de la Nueva Trova: “¡Oh! ¡Qué sensación!/ No tener rostro al enfrentar la muerte/ correr la doble suerte/ de rastreadores y de perseguidos…

Continuamos el ascenso en camión y debo reconocer que emergió, una y otra vez, mi irracional miedo a las alturas. Miedo que se incrementaba ante cada cambio de velocidad del vehículo para enfrentar una empinada curva. Después conocí que, a fuerza de oficio, esos camioneros conocen de memoria cada palmo, cada curva cerrada de la carretera.

Llegamos a Topes, y nos dirigimos a una vieja casona que había pertenecido a un magnate cafetalero, y que sería nuestro campamento por dos noches.

La gran edificación pertenecía a la Facultad de Montaña, y formaba parte de un hermoso complejo constructivo emprendido por la Revolución en los años 80. Tan bien concebido, tan hermoso, que daba tristeza el cierre de la escuela por falta de matrícula, no porque las montañas dejarían de existir, sino porque cada vez eran menos montañeses con deseos de permanecer a esas alturas.

El silencio y los árboles abarcaban todo el paraje, y seguramente el abandono destruirá aquella edificación que bien pudiera brindar otros servicios. “¡Una escuela de cine!”, pensó mi amigo Carlos Milián, “o un hotel en moneda nacional, con precios asequibles al cubano medio”, pensé yo, para postergar su inevitable destrucción.

Una vez establecidos, recorrimos el lugar. Partimos del reloj de sol que se ubica en el centro de Topes de Collantes, en compañía de un guía erudito que cargaba mil historias en su mochila. Por él conocimos de las bondades del café, del Cristal Mountain y sus altos precios en el mercado internacional, “seguro que sin una pizca de chícharos”, pensé yo.

También supimos que la guayaba es mejor que la moringa, y si esa vez no me empaché de guayaba cimarrona, creo que fue por la altitud, porque en todas las orillas de las carreteras crecen estos frutos, y los lugareños apenas las toman; en cambio, yo no hice otra cosa que atragantarme sin miramientos.

Logré ver una orquídea negra, bueno, sin florecer, y los helechos gigantes. Estos últimos medían casi el doble de un hombre.

Disfruté del aire puro de las lomas, que ensancha los pulmones. Y observé cómo tras la lluvia las nubes descienden y cubren las montañas, como si se sintieran cansadas, perezosas, allí permanecían al acceso de tu mano.

Decidimos aprovechar el tiempo, y un “selecto” grupo de mochileros, curtidos por otros encuentros similares, bajamos a Vegas Grandes para admirar y darnos un chapuzón en un gran salto de agua.

Mientras descendíamos sin guía, algunos pobladores nos voceaban en la distancia, guiándonos. Pude divisar que los lugareños prefieren construir sus casas de maderas en bajíos.

En Vegas Grandes, los últimos 500 metros son los más difíciles, con una empinada pendiente con lajas de piedras que resbalan más que un jabón. Pero la fatiga y el temor a alguna inevitable caída vale la pena. Una vez en el lugar, disfrutas de la cascada, que se bifurca y asemeja las piernas y el torso de una mujer.

Puedes nadar hasta la caída de agua y treparte en una gran piedra sobre la que golpea el torrente, y sentir las gruesas gotas cayendo sobre tu espalda.

Dicen que cuesta abajo todos los santos ayudan, pero el regreso, sea loma arriba o loma abajo, siempre es más fácil, porque ya conoces el camino.

La partida

De Topes además recuerdo los inmensos pinos y los eucaliptos, el Museo de Arte Contemporáneo y las mariposas. Si necesitara un epíteto para economizar palabras y definir mejor a aquella zona central de Cuba, le llamaría El paraíso de las mariposas.

En cada orilla del sendero uno encontraba colonias y colonias de estas plantas que inundaban toda la zona con su dulce olor. Recuerdo además cómo la mayor parte del tiempo nos acompañaba una llovizna persistente, tan fina, que no llegaba a enchumbar la ropa, y te refrescaba en las largas caminatas.

A Topes de Collantes volveré más temprano que tarde. A mi alma le urge el reencuentro con aquellos paisajes, la humedad, los olores de las flores… Allí sentí que el ritmo transcurría a otro ritmo. Quizás sea la razón por la que más de una vez me he sorprendido soñando con el regreso, desandando aquel entorno indescriptible, y es que existen sueños que uno necesita concretar para revivir aquellas sensaciones que tanto nos marcaron una vez…

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Sobre el autor: Arnaldo Mirabal Hernández

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