Otra vez me había quedado sin cigarros en Matanzas y del dinero del estipendio quedaba lo suficiente para volver en una guagua que solo Dios sabía si pasaría.
Aunque «picar cigarros», como se le conoce al acto de acercarse a ese amigo (o desconocido en audaces casos) y pedir uno de sus cigarrillos sin importar su marca, era bastante común en el parque donde me encontraba, no me arriesgué y decidí abstenerme.
Sin embargo, mi salvación se vio de la mano de un niño, que acercándose a nosotros nos ofreció varios de una caja que tenía casi llena. ¿El encendedor? El propio cigarro que portaba entre los labios. Este suceso pasó desapercibido para los demás, a nadie le parecía inconcebible que a corta edad estuviera fumando
Recuerdo las primeras veces que fumé en las «descarguitas», y el humo mentolado del desaparecido Hollywood Negro se vio intercalado con la aspereza de los cigarros fuertes ocasionales en cada salida. Mi primera incursión profunda fue en la previa, cuando «El Poeta», como me llamaban, cambiaba versos para novias lejanas por cigarrillos entre los compañeros reclutas.
«Tú vas a terminar igual» y yo apostaba mi vida a que no lo haría, ahora apuesto mi muerte con cada calada que le doy a la variedad de cigarros que consumo. La ansiedad no era solo mía, sino que la mayoría de mis compañeros la compartían, y parecía más factible que mirarnos los unos a los otros hasta descontar los días restantes.
A partir de ahí me vi atrapado en ese submundo, analizando los comportamientos de mis coetáneos fumadores. Veía cómo «picaban» teniendo cigarros, cómo compartían la última calada del que solo quedaba el filtro y hasta agitaban con fuerza el cabo en las manos ahuecadas para absorber los restos de tabacos encendidos que los labios no pudieron soportar.
Aproximadamente entre 15 y 20 años, si no menos, tenían mis compañeros. La curiosidad, la presión social, la búsqueda de una salva a la ansiedad propia de una etapa emocionalmente complicada, la imitación de comportamientos, la facilidad de su adquisición, todo son causas. Algunas tienen solución, si se tratan de manera gradual.
Quizá yo pueda intentarlo también, luchar en contra de la adicción y convencer a mis amigos, pero lo sigo pensando, lo sigo rechazando. No obstante, todavía hay un cigarrillo entre mis dedos, una espada de Damocles cuyo humo azul se pierde en el recordatorio de una lucha perdida. (Por Alejandro Guillermo Matos Fuentes, estudiante de Periodismo/Fotos: Del autor)
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