Quizás nunca estudié medicina por miedo a los muertos o, si lo pienso bien, no sea miedo a los muertos. En los velorios de mis familiares nunca he temido asomarme a los ataúdes. Lo que más impresión me provoca es lo vacío de los rostros. Quizás no exista ausencia mayor que la de un rostro al que se le quitó la posibilidad de expresarse. No obstante, uno en la memoria lleva los tics nerviosos, la sinuosidad de las sonrisas, el torneo de la mirada, los dejo en el habla. Entonces superpones, recuerdo y cadáver, y el muerto no parece tan muerto y la ausencia, aunque no desaparezca, sí amaina.
Por ello digo que nunca estudié medicina no por miedo a los muertos, sino a la muerte. Para mí la muerte es ese instante en que la música de los cuerpos acaba; aunque queramos en vida nunca se alcanza el silencio total, siempre habrá un violín o un tambor que resuena desde dentro de uno. Rectifico: la mayor ausencia no es un rostro vacío y sí un cuerpo al que le alcanza el silencio. Tal vez alguno de ustedes, sin pertenecer a ese gremio, haya vivido ese momento de trance, en un sillón de suizas al lado de una cama o en otra triste circunstancia, pero no forma parte de su contenido de trabajo. No tienen por qué estar preparado para soportarlo, para no quebrarse.
Provengo de una estirpe de médicos. Quizás un día debería hacer una investigación de qué guardan en las cómodas las otras familias. Al abrir una gaveta en mi casa podías hallar desde la larga tira de papel de un electrocardiograma, una placa de un cráneo que cuando niño se me antojaba era una bandera pirata. También tropezabas con espéculos que antes de saber para qué servían realmente los usaba para jugar a los pistoleros, estetoscopios, tirillas para medir el azúcar en sangre, diapasones de esos con que golpeas la rodilla para comprobar la reacción de los nervios y que yo estrellaba contra las paredes porque me gustaba su zumbido.
En algún punto de mi vida me pidieron que mantuviera el legado familiar. Ese es el momento en el que uno cae en reflexiones como la del miedo a la muerte. También cuando uno ha vivido toda su vida rodeado de doctores –incluso ahora que tengo mi propia profesión, aún soy el hijo de los doctores– resulta un poco difícil idealizar la profesión.
Gracias a este motivo sé que el médico no descansa. No puede darse el lujo de encerrarse en casa, tirarse en la cama y contemplar la nada que hay entre él y el techo. El teléfono puede sonar en cualquier momento –el silencio nunca alcanza al auricular– o alguien aporrearte la puerta a las dos de la mañana, porque una vida se le va en eso, la suya o la de un ser querido. También hay a quien el miedo le supera el raciocinio y llama por naderías y a esos también hay que responderles y acarrear paciencia, mucha paciencia, porque a veces no buscan una solución, sino solamente alguien que le dé oído.
Cuando niño había ocasiones en que mi mamá, doctora de familia hace más de treinta años en la misma comunidad, no se encontraba y era yo quien contestaba el teléfono. Yo le decía a la persona del otro lado de la línea eso, que la doctora había salido, que marcara dentro de un rato, entonces, me respondían algo como “Mira el problema es que tengo tal tal síntoma y tal tal situación”. Intentaba detenerla, comentarle que no sabía nada de medicina, que solo era un niño; pero era imposible, solo querían que las escucharan.
Al pensar en dichos contextos, me digo que no estudié medicina tal vez por vago. No lo afirmo solo por el poco descanso, también porque los doctores o por lo menos los buenos doctores nunca paran de estudiar. Mi primer librero, el que heredé de mis antecesores, los conformaban dos tipos de volúmenes: las novelas policiacas de mi padre y montones de tratados de anatomía y otros libros especializados. Cuando adquirí el hábito de la lectura, comencé a poner a su lado mis novelas de aventura. Entonces entre el Corsario Negro y los Mosqueteros quedaba uno de los tomos del Manual Merck de síntomas y enfermedades; entre Robinson Crusoe y Gulliver, Introducción a la clínica, y así.
Quizás nunca estudié la profesión, porque la respeto demasiado. No obstante, el haber crecido entre personas que tanto la amaron, por osmosis también un poco de ese cariño ha llegado a mí. Quizás nunca estudié medicina y sí periodismo, entonces lo mínimo que puedo hacer es escribir sobre todos aquellos que la ejercen todos los días, que se queman las pestañas, los que dan oído, los que no le temen al silencio de los cuerpos.
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