Carlos Verdugo: el más inocente de los inocentes

Quizás de los crímenes más contranaturales  –aquellos contra lo que nos esforzamos en decir una y otra vez que es la naturaleza del hombre: sensibilidad y hermandad– es el fusilamiento de los estudiantes de Medicina, el 27 de noviembre de 1871. En la historia cubana, tal vez bastante breve en comparación con los países milenarios que nacieron a la orilla de un río, como China o Egipto, pero sí intensa, no sería el primer asesinato arbitrario, pero sí ese donde el odio resultó la causa, la excusa y la consecuencia.  

Disímiles masacres ocurrieron antes en la Isla, recordemos las franjas rojas de la bandera de Narciso López; pero provenían de un interés económico, como los indios que intercambiaron su vida por el Dios dorado y acuñado con rostro de rey de los españoles, o las sublevaciones de esclavos, como la de la lucumí Carlota, que hacía peligrar la mano de obra que servía a ese otro Dios dorado de entraña dulce, la caña de azúcar. También hubo asesinatos con motivos políticos, de quienes alzaron la mano, la lengua o la mente contra el régimen colonial, y la Madre Patria no podía permitirse tener hijos contestones ni rebeldes. 

No obstante, el fusilamiento de los estudiantes nació del puro rencor, de la animadversión entre dos razas: los españoles y los criollos. Además, ocurrió en la capital de una provincia de ultramar donde regía un sistema de leyes, que en papel debían ser justas, no en un campo de batalla, donde el sable sabe de tajos, pero no de benevolencias y perdón. 

De lo que no queda duda alguna es de la inocencia de los ocho; primero, porque quisieron convertir una travesura de niños en profanación de tumba; segundo, lo truculento del proceso penal, donde el azar guió la mano del verdugo y no la coherencia; y tercero, el odio negro y viscoso, como petróleo, que contaminó todo. José Martí en su poema A mis hermanos muertos, lo describiría en medio de su efervescencia como: “Una legión de hienas se desata/Y rápida y hambrienta/ Y de seres humanas avarienta/ La sangre bebe y los muertos mata”. 

Entre los fusilados se hallaba un matancero, Carlos Verdugo Martínez. Según palabras de Ercilio Vento Canosa, historiador de la ciudad de Matanzas: “Si se analiza la situación individual de cada uno de ellos, él es el más inocente de todos, porque no estaba en La Habana en el momento en que ocurrieron los hechos de los cuales los acusaron. Se encuentra entre los elegidos por sorteo. Uno se pregunta el grado de insensatez, de atropello, de brutalidad para asesinar a una persona así, por sorteo”. 

Acerca de la vida de este joven que muere con 17 años existe muy poca información. Según explica Vento Canosa, lo ocurrido el 27 de noviembre se ha estudiado más desde una perspectiva política u anecdótica que desde la indagación histórica en sí, por lo que aún quedan vacíos. También, hay que mencionar que al fallecer a tan corta edad no permiten que acumule una trayectoria y, por tanto, hay muy poco para hablar sobre él.  

Nació el 15 de enero de 1854. Era hijo de Pablo Verdugo y de Inés Martínez, ambos naturales de Nueva Paz y radicados en Matanzas. Provenía de una familia de sociedad con buen ingreso económico, porque su padre era doctor. Se graduó de bachiller en Artes y Letras en el Instituto de Segunda Enseñanza. El 23 de octubre de 1871 matriculó el primer año de la carrera de Medicina en la Universidad de La Habana. Muere poco más de un mes después.  

Ercilio explica que de entre lo poco que se sabe sobre él aún “no está confirmado su vínculo con ideas patrióticas” como algunos han querido endilgarle. Sin embargo, dicha incertidumbre refuerza la idea de su inocencia. No solo no se hallaba en La Habana en el momento justo que acusaron a sus compañeros de rayar la sepultura de Gonzalo de Castañón, sino que al no tener evidencia acerca de su cercanía a la causa independentista tampoco había un leit motiv que justificara una posición contra el régimen; es decir, que fuera un peligro inminente o latente contra la corona.  

Carlos, al parecer, era como fueron y serían los jóvenes a través de los tiempos: con muchas ganas de mirar la vida a la cara, sin asideros y con el futuro al doblar de una esquina aún lejana. Otro muchacho en esa época, José Martí, en el poema antes mencionado, acerca del destino de estos muchachos expresaría: “…Cuando la gloria/ A esta estrecha mansión nos arrebata/ El espíritu crece,/ El cielo se abre, el mundo se dilata/ Y en medio de los mundos se amanece”.  

A Carlos Verdugo aún le restaban muchos amaneceres.

(Foto: Del Autor)

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