Desde el pasado verano, las turbulentas relaciones entre Washington y Caracas han venido experimentando una tensión creciente. Si bien durante los meses iniciales de su mandato el presidente estadounidense —más ocupado y preocupado por su agenda interna y por trabajar en algunas de sus principales promesas electorales— optó por seguir la línea defendida por Richard Grenell, consistente en un acuerdo negociado con Maduro, a partir de julio, la visión presidencial en relación a Venezuela comenzó a variar.
En el citado mes, el secretario de Estado estadounidense, Marco Rubio, terminó por persuadir a Trump de asumir una abierta confrontación contra el chavismo. En tal cambio, la crisis del fentanilo y el consumo de estupefacientes en Estados Unidos, el alza de la violencia en algunas ciudades de este país y los señalamientos a la gestión migratoria del presidente parecen haber jugado un rol fundamental.
Los factores antes mencionados vinieron a entrecruzarse con las acusaciones que durante meses los representantes de la línea más hostil hacia Venezuela venían esgrimiendo contra Maduro, al que vinculaban con organizaciones del crimen organizado y el narcotráfico. Así, derrocar al mandatario venezolano pasaba a ser una necesidad de seguridad nacional. En dichos argumentos, Trump vio la oportunidad de legitimar su política migratoria xenófoba, así como la militarización de distintas ciudades estadounidenses.

En virtud de ello, el jefe de Estado norteamericano ordenaría al Pentágono a emplear la fuerza militar contra ciertos cárteles de la droga en la región, incluidos el Tren de Aragua y el Cártel de los Soles —calificados por estas fechas como organizaciones terroristas—, a los que estarían ligados —siempre desde la lógica estadounidense— el presidente venezolano y otros altos miembros de su gobierno y el ejército.
En agosto, luego de duplicar la recompensa por Maduro a 50 millones de dólares, Washington impulsaría un despliegue militar sin precedentes recientes en aguas del Caribe cercanas a la nación sudamericana. Para octubre, por su parte, Trump afirmaba ante la prensa haber autorizado a la CIA a desarrollar acciones encubiertas en territorio venezolano.
De forma más reciente, y luego de al menos 21 ataques contra presuntas narcoembarcaciones, el Departamento de Defensa, y su secretario, Pete Hegseth, anunciaban el desarrollo de la operación «Lanza del Sur» que, bajo el supuesto de fortalecer la lucha contra el narcoterrorismo, posicionará al poderoso portaviones U.S.S. Gerald R. Ford en las cercanías de Venezuela, estimulando aún más la escalada de tensiones.
Junto a la política de cañoneras de la Casa Blanca, además, Washington parece perseguir el objetivo de ampliar la asfixia y el aislacionismo sobre el Estado bolivariano y su pueblo. Con la designación del Cártel de los Soles el pasado lunes como «organización terrorista internacional», el gobierno norteamericano abre el camino para ejercer nuevas presiones económicas, a la vez que deja abierta la puerta al desarrollo de una incursión militar a discreción de la autoridad presidencial.
La Nobel de la guerra
En la promoción de la línea más belicista frente a Venezuela, no solo Rubio, Stephen Miller u otros políticos guerreristas han tomado parte. Desde enero, María Corina Machado, junto a otros miembros de la oposición, comenzaron a persuadir a políticos nominados por Trump para la formación de su administración, persiguiendo, a través de estos, que el mandatario norteamericano terminase por abrazar la tesis de que Maduro constituía una pieza clave dentro del Tren de Aragua y el Cártel de los Soles.
Machado, en diversas reuniones con altas figuras de la política estadounidense, sostuvo recurrentemente este argumento, hasta que las mismas fueron catalogadas como organizaciones terroristas.
La Nobel de la Paz, asimismo, ha insistido durante los últimos meses en promover la idea de que las fuerzas armadas y los cuerpos policiales están cada vez más distanciados de Maduro y el chavismo, al tiempo que su apoyo popular ha descendido a niveles récord. Con estos postulados —de dudosa veracidad— Corina Machado intenta generar un escenario factible para el desarrollo de mayores presiones, sin descartar la intervención.
Para la consecución de sus intereses, ha pregonado durante meses las ventajas que para los inversionistas y financistas extranjeros se abrirían en la nación luego de consumada la transición.
En sus ejercicios de cabildeo en importantes foros como el American Business Forum, el CeraWeek o el Council of the Americas, ha vendido una visión de la Venezuela poschavista notablemente atractiva para las grandes transnacionales. La privatización del petróleo y el gas, como de otras importantes reservas del país, representan las principales basas del programa de una Machado casualmente financiada y asesorada por algunos de los más poderosos círculos libertarios norteamericanos.
De esta manera, el proyecto belicista en Venezuela, más allá de la credibilidad real que Trump y su entorno puedan otorgar a las denuncias de los lazos del gobierno bolivariano con el crimen organizado, resulta sumamente atrayente para la Casa Blanca y las grandes compañías norteamericanas, más en un contexto de inflación económica e inestabilidad de los precios de los hidrocarburos.
