El mismísimo Salvador Dalí, en su surrealismo y vejez, estaba obsesionado con el caos, con “la belleza del caos”, mientras se paseaba cada día por la Costa Brava. Pero dudo que se refiriera a las latas tiradas en la arena o a los bañistas indisciplinados, buscapleitos en grupo. Eso, incluso para Dalí, sería simplemente de absoluta repugnancia, sin ningún tipo de interés filosófico o artístico, si acaso, legal.
Lo de “portarse mal” como término pedagógico parece quedar muy atrás mientras uno crece. Uno aprende a comportarse, para eso los años te van enseñando. Sin embargo, la calle, la comunidad, el parque, las instituciones, las áreas en general donde la sociedad intercambia consigo misma, suelen rebosar de malos comportamientos, como si la pedagogía no hubiese hecho en todos el mismo efecto.
Las indisciplinas sociales son tan comunes, se dan con tanta frecuencia a lo largo de esta jornada llamada vida, que a veces uno se pregunta si no será relativo su lado repudiable. Ese que aprendemos a condenar a oídos de la maestra pero que, a sus espaldas, podemos replicar desde edades bien tempranas para nunca más corregirnos.
Porque de tanto ver a otros echando desperdicios sobre el césped o el asfalto, de tanto oírlos escandalizar en cualquier espacio tranquilo, de tanto saber culpables de un graffiti sin gracia a varios nombres escritos en un monumento, de tanto esto y aquello y cada vez más impunes y cada vez más al descubierto, se activa el componente humano de la imitación.
Al fin y al cabo esa es una habilidad tan antigua como nuestro homínido origen. De tanto ver, en suma, a tanta gente haciendo cuanto le viene en gana… ¡Uno se cuestiona su propia falta de anarquía! ¡Uno se llega a preguntar cómo sería vivir bajo otros códigos… o en ausencia de estos! Seguro que es lo máximo de lo máximo, pues a los indisciplinados se les ve relajados y naturales cuando cometen cada acto.
Qué cómodo ha de resultar ese mundo donde no importa desbaratar un banco, pues mañana me sentaré en otro antes de desbaratarlo también. Qué placentero ha de sentirse emitir mi playlist del momento a todo bafle desde el balcón, y que se aguante el que no le guste la Década Prodigiosa. Como si la contaminación acústica discriminase por géneros.
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Qué inmejorable tiene que ser esa clase de vida que algunos, todavía fieles al orden y al sosiego, nunca sabremos llevar tan bien como aquellos que la representan.
Como aquellos tan osados de pretender que el mundo se adapte a sus parámetros, incapaces de cuestionarse la posibilidad de que lo correcto sea adaptarse ellos al mundo. Aquellos que me inducen a pensar lo peor de sus restantes comportamientos y a temer por la paciencia del familiar sano que tengan en casa. Aquellos que, hasta desempeñando la noble misión de acompañantes en un hospital, sin explicación plausible tiran en el suelo del baño sus basuras personales, aunque dispongan de cuatro cestos para eso, por citar la más pasmosa de las indisciplinas recientes que he presenciado.
La coartada de “Si no lo hago yo, igual lo haría otro” es tan conveniente, profunda y sarcástica como puede serlo una coartada cualquiera. Ni todos los baños públicos deben su suciedad solo a la falta de agua, ni todos los escándalos con fajazón fueron iniciados por los otros piquetes, ni todos los basureros callejeros se deben a la ausencia de Comunales, ni todas las insalubridades habidas y por haber nos son ajenas y lejanas. En ocasiones, pocas o demasiadas, la falta de respeto puede estar… No, no estar. La falta de respeto podemos ser, por entero, nosotros mismos.
¿De qué vale la saliva gastada, la preocupación cívica de padres y maestros, si los que “son la esperanza del mundo” —diría el Apóstol— te ven echar un simple envoltorio de caramelo en la acera despejada? ¿Para qué hacer caso a la teoría si lo que ven en la práctica es a ti dando el mal ejemplo? Padres y maestros son su modelo: tú, transeúnte anónimo, eres su realidad. La que se le queda en su psique adaptada al entorno colectivo, aunque no sepa ni tu nombre ni lo educado, limpio o correcto que te consideres en tu hogar.
Así que piensa en los que mañana serán hombres y mujeres. Hazlo por ellos. Cuida lo que tienes en derredor y justo delante, no invadas espacios ni la tranquilidad que propician, no mancilles donde tiene que haber pureza, para que en un futuro te cuiden a ti, no invadan tu mundo y tampoco te lo mancillen.
Si crees ya tardíos estos principios, perdidos estamos entonces: hay otro indisciplinado suelto en la sociedad.
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