Mypimerías

Mypimerías
Crónica de Domingo: Mypimerías

Aquí estoy con la disposición de gastar todo el salario en una mañana, porque me encanta el olor de la pobreza a primera hora y ser un paria antes que arribe la quincena.

Corren los días iniciales del mes y ya toca reponer un poco las reservas. Por ello, ahora estoy parado en una avenida, Tirry, cerca de donde nacieron los dos primeros poetas nacionales, Bonifacio Byrne y Agustín Acosta. Sin embargo, aquí queda poca poesía; a menos que las lonchas de jamonada sean un soneto, el paquete de espaguetis un cantar de pueblos, el lomo ahumado una décima guajira.

Varias Mypimes se han apoderado de la calle con el pasar de los meses, como mismo se han esparcido por esta Isla, de a poco, como las arbovirosis, como los apagones. De la misma manera que han sustituido de a poco a las shopping, a los extintos Rápidos, a las tiendas en dólares, a las tiendas en chavitos, a las tiendas en MLC y otra vez a las tiendas en dólares.

Las viejas casas coloniales de Tirry, de altos frontones y amplios patios árabes para que circule el fresco, se han reducido a una reja por la que introduces la mano por uno de sus boquetes y el que despacha te entrega un producto de primera o segunda o tercera mano y según por cuántas de ellas ha pasado la mercancía así de grande será la multa, la puñalá, el mentarte a la madre que te pondrán en el saldo final.

Cuento con un presupuesto de cerca de 5 000 pesos, pero de ellos en efectivo solo 2000. Trataremos con esos fondos, ese menudo de la inflación, de hacer poesía mercantil. Los dos objetivos principales es conseguir huevo y pollo y si sobra dinero, alguito más.

En el primer lugar que miro no hay pollo, aceptan transferencia y el file está a 3000, demasiado caro, en días anteriores lo he visto en 2800 o 2700; en el segundo sitio tampoco tienen pollo, aceptan transferencia hasta mil pesos nada más y el file se monta en los 3300. 

Recuerdo a Adam Smith, uno de los principales teóricos del capitalismo, quien explicaba que la mano del mercado regularía el comercio. La mano del mercado ahora mismo me está apretando los huevos. En menos de tres puertas y seis aldabones de bronce, distancia que separa los dos negocios que visité, varió el precio y las facilidades de compra. Me pregunto si nadie debería regular eso y no hablo de Adam Smith.

En el tercer caserón no hay huevo, pero sí pollo. Cuando el vendedor, un señor gordo, con los brazos peludos y un delantal manchado de sangre y aceite -como carnicero de película de terror clase B- me muestra el paquete de cinco libras a 2000 (todo el efectivo con el que cuento) este tiene manchones de moscas muertas en las pechugas y el pellejo de los muslos muestra un color verdoso. Le digo que no, no me convence. Él se rasca la panza por arriba del delantal, «imagínate con el tema de la luz nada se conserva bien».

Solo hay sonetos, décimas guajiras, detergente líquido y galleticas de chocolate en el cuarto. En el quinto sacaron las cajas de cigarro fuerte con filtro a 420 pesos. Debería comprar, porque resulta una buena oferta en comparación con otros particulares; mas, primero debo garantizar el sustento, luego el vicio. 

En el sexto lugar hay una cola atroz. Me paro en puntillas de pie para poder observar el mostrador. Hay files a 2800 pesos, según un pedazo de papel escrito con una caligrafía ovalada y en uno de los póstigos está clavado un QR plásticado. Pido el último y espero mi turno. Aquí sí.

A punto de que me tocara, la señora delante de mi pide 60 paqueticos de refresco en polvo. Le preguntan de qué sabor. No se pone de acuerdo. De uva 20, 20 de naranja, 10 de piña. De limón 15, quince piñas 15 y 15 de cóctel. De uva 25, 15 de mandarina, 10 de manzana. Así está unos diez minutos. Siento dentro mío y por detrás de mí, donde el resto de las personas aguardaban, un odio colectivo mordaz y voraz. Todos andamos con la paciencia corta, con la constancia rota.

Cuando al fin alcanzo la reja y pido mis huevos y el QR, la dependiente me explica que no acepta transferencia. Ella se justifica con algo como que tienen todas sus tarjetas a tope. Agradezco, por lo menos, su intento de sinceridad, en otras partes ni siquiera tratan de excusarse.

No obstante, me cuesta moverme. Estuve en cola 30 minutos. La mente se me puso en blanco. Me fijo sin querer, en el cuadro de El Corazón de Jesús, en una de las columnas de la casona, tan comunes en las viviendas coloniales.

Pienso en el episodio bíblico en que Jesús expulsó a los comerciantes del templo. No creo que expulsar a nadie sea la solución. Los exilios y las rupturas nunca han sido la respuesta y entiendo que los vendedores y dueños intentan hacer lo mismo que yo, sobrevivir; pero si el socialismo se define porque el Estado posee los principales medios de producción, en Cuba las mypimes, los cuentapropistas poseen los principales medios de subsistencia. Alguien, y no hablo de santos y apóstoles, debe controlar un poco el caos que se ha vuelto proveer un hogar.

Me tocan el hombro y muy amablemente me piden que me retire, que la la fila debe proseguir. Yo decido no recurrir a un séptimo lugar, a un séptimo cielo. Me marcho a casa. Hoy almorzaré las sobras de ayer y comeré una pizza de esas de 200. Mañana volveré a hacer el recorrido. Por lo menos no seré pobre ni paria hasta un día más, me consuelo.

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