Marco Rubio: El guionista del caos

Marco Rubio: El guionista del caos. Foto: tomada de https://pe.usembassy.gov

Si algo nos ha enseñado la historia es que los imperios no necesitan inventar nuevas estrategias para dominar, solo reciclan las viejas: y crean el caos que una y otra vez les ha dado resultado.

La frase atribuida a Henry Kissinger —“Si controlas el petróleo, controlas naciones enteras; si controlas los alimentos, controlas a la gente; si controlas el dinero, controlas todo el mundo”— es un manual de instrucciones en letra grande. Pero en el siglo XXI, hay un cuarto poder igual de crucial: si controlas la información, te aseguras de que nadie sepa quién está detrás del control del petróleo, los alimentos y el dinero. Se llama fabricar consentimiento.

Y en este teatro macabro contra Venezuela, el ex senador floridano Marco Rubio se ha erigido en el guionista, director y tramoyista principal, utilizando un libreto que a los cubanos nos resulta dolorosamente familiar.

El reciente revuelo por la orden ejecutiva firmada en secreto por Donald Trump, autorizando al Pentágono a usar la fuerza militar contra presuntos cárteles narcoterroristas, no es más que el último acto de una obra minuciosamente orquestada. Y como bien señalan análisis profundos como los del libro «Intervencionismo y Guerra Integral», esta es la hoja de ruta clásica: criminalizar, satanizar y luego, justificar la acción «defensiva».

Rubio, con la obstinación de un halcón que huele sangre, ha sido el arquitecto incansable de esta campaña. Su objetivo no es oculto: presentar a Venezuela no como una nación soberana con problemas, sino como una «amenaza existencial» para la seguridad regional de Estados Unidos.

Suena absurdo, ¿verdad? Un país acorralado por sanciones asfixiantes, convertido en una amenaza para la potencia militar más grande del planeta. La ironía sería cómica si no fuera porque el juego es mortal.

Rubio no está solo. Su estrategia es un tresillo perfecto que combina acusaciones judiciales amañadas, operaciones de bandera falsa y una maquinaria mediática complaciente.

Primero, resucitó el fantasma del «Cártel de los Soles», una narrativa vieja y nunca probada de manera contundente. Luego, impulsó la figura del «Tren de Aragua», inflando su influencia hasta transformarlo en un monstruo transnacional. Todo esto, aderezado con supuestas «alertas» de despliegues militares venezolanos en la frontera con Guyana, un país donde —¡oh casualidad!— Rubio firmó un memorándum de seguridad en marzo para «compartir inteligencia».

El mecanismo es tan transparente como cínico: se necesita un «momento chispa», un pretexto que capture la atención de un presidente como Trump, fácilmente impresionable por narrativas simples y alarmistas. La «confesión» de Hugo «El Pollo» Carvajal en una corte de Nueva York fue el «factor legitimador» perfecto que necesitaban. Una confesión bajo la inmensa presión del sistema judicial estadounidense, amplificada por titulares del New York Post y el New York Times, sirvió para darle un viso de veracidad a un relato construido sobre arena.

Los medios, como siempre, han hecho su papel de megáfono. Desde el artículo de Bret Stephens en el NYT pidiendo «diplomacia coercitiva» —un eufemismo para bloqueo y amenazas— hasta reportes que vinculan sin rubor a Venezuela con drones iraníes a punto de invadir Florida, el circo estaba armado. Pero el acto más grotesco vino de la vocera interna de esta agenda: María Corina Machado.

Sus declaraciones, afirmando que Venezuela es la mayor amenaza para la seguridad nacional de EE.UU. y que se trata de «desmantelar una estructura criminal» y no de un cambio de régimen, son de una irresponsabilidad histórica. Es el lenguaje de la colonización mental, repetir los puntos de talking points de Rubio hasta que suenen a verdad, aunque sean un disparate geopolítico.

Para cualquier cubano que lea esta secuencia de eventos, un escalofrío puede recorrerle la espalda. Es el déjà vu de una película que llevamos viendo 60 años. El guion es idéntico, solo han cambiado los actores secundarios.

A Cuba nos llamaron —y aún nos llaman— «Estado patrocinador del terrorismo». Una etiqueta infame, desprovista de pruebas reales, pero devastadora en sus efectos. A Venezuela le cuelgan el cartel de «narcoestado». Ambas acusaciones tienen el mismo objetivo: deshumanizar, aislar y justificar el castigo colectivo de sanciones que asfixian a la población civil.

Los Marco Rubio de Cuba de los años 60 tenían a su disposición a figuras de la brigada 2506 y a líderes anticastristas en Miami que pedían a gritos una intervención. Hoy, Rubio tiene a su disposición a una oposición venezolana radicalizada, como Machado, que en lugar de abogar por la soberanía de su pueblo, repite los mantras que se escriben en Washington.

Son la voz nativa que legitima la agresión externa, los «cubanos» o «venezolanos de bien» que el imperio exhibe para decir «miren, son ellos los que nos piden que intervengamos».

Por otro lado, la Orden Ejecutiva de Trump contra los cárteles es el equivalente moderno de la operación de bandera falsa de la Bahía de Cochinos o la explosión del USS Maine en 1898, que sirvió para justificar la guerra contra España.

Se crea una narrativa de amenaza inminente —ahora el narcoterrorismo, antes el comunismo expansionista— que obliga a una «respuesta defensiva». Los reportes de destructores acercándose a las costas venezolanas, aunque no confirmados oficialmente, son el eco siniestro de la flota estadounidense rodeando a Cuba durante la Crisis de los Misiles.

En su momento, Kissinger lo dejó claro. Detrás de la retórica de «democracia» y «lucha contra las drogas» está el petróleo venezolano, las reservas de gas, los minerales estratégicos y la ubicación geográfica. Con Cuba fue –y es– el ejemplo de una alternativa al dominio imperial exitosa a solo 90 millas, un «mal ejemplo» que no se puede tolerar. Se busca el control de la nación, y para ello, primero hay que controlar la narrativa.

Lo más preocupante de la ascendencia de Rubio es que ha trascendido su rol de senador. Con la salida de Mike Waltz y su consolidación como una voz suprema en la Casa Blanca en temas latinoamericanos, se ha convertido en el Secretario de Estado con mayor poder del que se tenga conocimiento. Desde esa sombra, influye no solo en la diplomacia, sino en el corazón mismo del aparato de seguridad nacional.

Este no es un juego nuevo. La estrategia recuerda de manera escalofriante a la que llevó a la invasión de Irak en 2003. Entonces, fue el informante «Curveball» y los tubos de aluminio los pretextos fabricados para vender las armas de destrucción masiva que nunca existieron.

Hoy, es «El Pollo» Carvajal y el «Tren de Aragua» los pretextos para vender la idea de un narcoestado terrorista. El patrón es idéntico: mentiras repetidas mil veces hasta convertirse en «verdades» mediáticas que allanan el camino para la acción militar o, en su defecto, para una coerción económica tan brutal que tiene los mismos efectos.

La obsesión de Marco Rubio con Venezuela —y su extendida mirada hacia Cuba— no es ideológica; es estratégica. Responde a los intereses de un complejo militar-industrial y petrolero que necesita enemigos para justificar su existencia y expansionismo. Es el viejo pensamiento reaccionario de la Doctrina Monroe, vestido con el traje moderno de la «guerra contra las drogas» y el «terrorismo».

Frente a esto, nuestra obligación como latinoamericanos y como seres humanos conscientes, es desenmascarar el guion. No podemos permitir que controlen la información. Hay que gritar hasta el cansancio que las sanciones son un acto de guerra, que el bloqueo es un genocidio, y que la fabricación de pretextos para intervenir es el crimen original del que derivan todos los demás.

El pueblo venezolano, como antes el cubano, resiste no solo a un embargo económico, sino a una guerra narrativa de proporciones épicas. La esperanza está en que, esta vez, gracias a las grietas en el sistema unipolar y a las voces críticas que surgen incluso desde dentro del imperio, el mundo no se trague la mentira por completo.

Nuestra trinchera es la verdad. Y en esa batalla, no podemos, ni debemos, dar ni un paso atrás. La soberanía de Venezuela y de Cuba se defiende. Y parte esencial de esa defensa es desmontar, con ironía, con datos y con contundencia, el discurso hipócrita de aquellos como Marco Rubio, que juegan a ser dioses con el destino de naciones enteras.


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Sobre el autor: Gabriel Torres Rodríguez

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