El reguetón no debería estar en todos lados

El reguetón no debería estar en todos lados. Foto: tomada del sitio andresestevez.mx

La totaila suena a los mismos decibeles en un cumpleaños repleto de niños menores de 10 años, que en una discoteca llena de jóvenes que beben alcohol de madrugada. El reguetón corre por las venas de nuestro país, por los barrios, por los parques, en las medias bajo los puentes y en las orillas de las playas; pero cuando son las entidades estatales las encargadas de seleccionar los temas que integrarán los repertorios musicales de sus actividades estas deben cumplir con la política cultural establecida por el Estado.

Recientemente se instaló una cervecería en el Parque Watkins de Matanzas, lugar idóneo para que infantes de toda la ciudad pasen un rato agradable, pero cuando desde allí se escuchan algunas canciones, cuyo contenido no debería ser consumido por un niño se levantan ciertas alarmas.

La Cuba contemporánea ha encontrado en el reguetón y sus alicientes ―el trap y el reparto― debates que balancean su atractivo desde la inutilidad más somnífera hasta puntos de vista de mayor complejidad. Por un lado, podríamos discutir la calidad musical de sus cantantes, sus invariables melodías o la cosificación constante a que someten el cuerpo de la mujer, elementos que dejan clarísimo que sus mejores cualidades no son la crítica social o la búsqueda de sonidos nuevos y refrescantes; y por otro lado, este tema genera discusiones aplazadas en el tiempo que, honestamente, no llevan a ningún sitio.

Es innegable que ciertos límites deben trazarse. Algo tan ínfimo como el mensaje de una canción puede reproducirse de mil formas, y la mente de un niño admite todo tipo de lecturas. La responsabilidad de elegir qué escuchan y qué no nuestros hijos, dependen de las instituciones cuando la música suena dentro de sus inmediaciones, pero en la casa esa cuestión recae enteramente sobre los padres.

Foto: tomada del perfil de Facebook de Sabía usted que?

Todos sabemos que ellos no deberían escuchar música de este tipo, pero ¿quién traza un punto final sobre la cuestión y presiona el botón Stop de la bocina? ¿Dónde están los adultos conscientes de que un pequeño no debe espabilarse y convertirse en hombre cuando apenas sabe abrocharse los cordones; o que las niñas no necesitan perrear hasta el suelo imitando a la empoderada Karol-G?

¿De qué sirve generar conciencia sobre el dónde y cuándo o por qué no escuchar reguetón o reparto si no existe una divulgación acertada o apropiación de otros géneros por una parte de la población? Además, ¿a qué llamaríamos generar conciencia? ¿Prohibirlo? O, desde otra perspectiva: ¿quién es la persona idónea para decidir que se reproducirá y qué no?

La censura como medida jamás llegaría a buen puerto, porque si analizamos algunos incisos de la historia del reguetón cubano, este siempre ha actuado con cierta espiritualidad underground. No fue hasta hace poco que obtuvo una calculada dosis de reconocimiento en televisión abierta, lo cual trajo consigo disímiles opiniones. Su prohibición o desaparición son ilusiones que no escapan de los bordes de la ficción, pues su producción ha evolucionado hasta el punto de convertirse en un negocio al que cientos y cientos de personas de todo el país quieren pertenecer.

Los repas han evolucionado hasta convertirse en celebridades capaces de atraer mucho público y dinero a sus presentaciones, las cuales pueden tener o no una calidad cuestionable. El reguetón cubano actual es una especie misteriosa de pop moderno cargada de sonidos que ebullen desde las motorinas que recorren las calles, las bocinitas de las panaderías abiertas en la madrugada, las playlist de los estudiantes del preuniversitario y las terrazas de los cafés. Para muchos es una pandemia y para otros, un simple complemento de nuestra cultura.


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Sobre el autor: Mario César Fiallo Díaz

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