Crónica de Domingo: Los tizas
I
Era una muchacha flaca, de pelo en chorongos, y cuando sonreía lo hacía con todo el cuerpo. Sus rizos se erizaban como si llevara de cabellera un mar bravío. Recuerdo esto del día en que envió una tarea donde debíamos escribir la receta para la paz mundial.
Supongo que deseaba que pusiéramos en la lista: una pizca de amor, un tin de esperanza, par de onzas de amistad, o la dulzura y el azúcar que no nos sobra. Sin embargo, afirmé que los ingredientes necesarios eran clordiazepóxido, alprazolam, amitriptilina. Según mi razonamiento, si todos dormían, nadie podría agarrar un arma o destrozarle la vida al otro. Ella rió, rió mucho, y ahí estaba su mar bravío, como si fuera cala de náufragos, y me comentó que tenía una gran imaginación, un poco torcida, pero una gran imaginación. Y me lo creí. Quizá por eso en algún punto quise ser escritor, tal vez por eso me montó esa clase de películas en mi mente.
II
Aquel jabao alto lleno de pecas le enseñó a jugar ajedrez a un niño que masticaba la punta de su pañoleta roja hasta que perdía el color. Veinte y pico años más tarde, cada vez que tropezamos por la calle, aún me pregunta por mi madre y me coloca la mano en el hombro.
Me resulta extraño poder mirarlo a los ojos, de tú a tú, porque, en mis recuerdos, lo observaba en escorzo, de abajo hacia arriba, y ahora casi llego a su altura. Tal vez suceda porque él para mí siempre será mi maestro, y yo el chamaco inquieto que más de una vez amenazaron con que iban a amarrarlo a la silla. En la memoria, los relojes no van más allá de caros brazaletes y adornos de pared.
III
Esa señora rubia regresó a Educación después de retirada, porque se hizo vieja mientras enseñaba que primero estuvo el verbo y luego el predicado; como si no pudiera estar lejos de las miradas de tantos mártires, y girasoles con ojos y boca, y cocodrilos con boinas, que abundan en los murales. Atravesaba en ese tiempo el divorcio de mis padres y yo, de naturaleza inquieta, sentía la ansiedad como un comején que devoraba mis letras hasta que me quedaba sin palabras. Ella me sentó y me habló de que los potenciales (el elástico, el intelectual, el de la paciencia) todos estaban ahí, dentro de mí. Solo necesitaba hallar mi centro de gravedad.
IV
Estuvieron también esos chiquillos de los ya extintos Profesores Generales Integrales, quienes para ganarse unos kilos y llegar a fin de mes traían de sus pueblos chiviricos o coquitos, o revendían chicles que compraban en la calle. Son los mismos que cuando no prestaban atención le poníamos FF (fast forward: avance rápido) a las teleclases y que nosotros, adolescentes que descubríamos el mercurio y el plomo del sexo, vacilábamos a las jovencitas que nos explicaban que una recta está conformada por infinitos puntos. Éramos tan puntos en aquel entonces, que no comprendíamos ni siquiera las rectas al pecho.
V
Ahí se encontraba a ese profesor que, cuando tocaba prueba, se vestía de traje, corbata y sombrero a lo Humprey Bogart y, según el rumor, entre más elegante estuviera más duro sería el examen. También por ahí rondaba esa señora de Química que llamábamos la «sinco», la «sin corazón», porque quién dijo que la piedra filosofal existe, y su historial de bajas en la Vocacional era más larga que la lista de muertes del más certero francotirador soviético de la Segunda Guerra Mundial.
VI
Y también estoy yo que, por atrevido, me paré frente a un aula con todos mis maestros a cuesta, los excelentes, los MB y los regulares. Solo ahí, bajo la mirada de 20 o 30 ojos y las pupilas oscuras como la punta de los fusiles, te percatas de qué tan hermoso y a la vez exigente resulta el oficio.
Mucha gratitud a esos que este 22 de diciembre nunca pierden la compostura, aunque seamos insoportables muchos de nosotros; a los que, a pesar de que le han subido el salario, una y otra vez, no les alcanza; los que torean grupos de Whatsapp donde los padres se creen que su hijo vale oro e incienso: los tizas.