A la luz de un apagón

Los apagones y el trabajo de ser padre. Fotos: Raúl Navarro/Archivo Girón
Los apagones y el trabajo de ser padre. Fotos: Raúl Navarro/Archivo Girón

Ser padre es un trabajo perenne, como el de periodista. No obstante, los hijos de los periodistas parecen venir programados con un escalón superior en cuanto a curiosidad y deseos de descubrir su infantil universo.

Normalmente, Diego me sorprende con asuntos de escasa importancia, al menos para esta máquina racional y objetiva en que me he convertido tras mi paso a la adultez.

“Papá —me dice—, ¿cómo hacen miel las abejas?”, “¿es cierto que al final del arcoiris está el fin del mundo?” —o, tratando de entender su gran preocupación dentro de su inocente cosmovisión— “¡¿qué pasará si mañana se apaga el Sol!?”…

Esa es la oportunidad para dedicar parte de mi poco tiempo libre en enseñarle a mi niño que tengo un nivel superior en creatividad y fantasía, y le explico cómo las abejas tienen pequeñas batidoras en la colmena, donde procesan todo ese polvo amarillo que recogen en las flores, o que el próximo fin de semana nos iremos de excursión a descubrir el país de los unicornios, allí, sí, al final del arcoiris.

Otras preguntas de Diego son más difíciles. Por ejemplo, ayer me preguntó cómo eran los apagones cuando yo era niño. Y preferí contarle un gran cuento lleno de verdades.

Cuando yo era un chiquillo, vivía junto a mi hermana en el batey de un pequeño ingenio azucarero. Una fábrica vetusta y ruidosa que era para todo el pueblo el mundo mismo; y nos daba todo, desde la energía de los hogares hasta el dulce guarapo, las empalagosas raspaduras —deliciosas, que chupar y chupar como si no hubiera un mañana—, y gente buena llena de valores y experiencias, que aún hoy defienden su terruño con hidalguía y resistencia, pese a las carencias del momento.

“No recuerdo los apagones de cuando era un chamaco —le respondí—. Solo sé que la tranquilidad que brindaban era perfecta para conversar con mi viejo, un tipo serio y culto, tanto como se lo permitió la vida y la bien surtida biblioteca del batey. De él aprendí no solo a dar los ‘buenos días’ y las ‘gracias’, sino también acerca de algunas cuestiones varoniles de cierta importancia y a ‘respetar para que te respeten’, y sobre constelaciones y fases de la luna, de trabalenguas y adivinanzas, o de barcos llenos de frutas y colores.

“Nunca recuerdo los apagones de cuando era un chamaco —le comenté a mi Diego con una sonrisa—, pero sí la algarabía del batey cuando venía la corriente. Creo que en aquella época, al menos para mí, el niño de entonces, estar sin electricidad no era un gran problema. Propiciaba dos momentos felices que compartíamos en casa, uno alumbrado, casi en penumbras por el escaso voltaje que proporcionaba el ingenio, y otro a oscuras, lleno de mosquitos, fantasías y descubrimientos.

“Nunca recuerdo los apagones de cuando era un chamaco —y mi niño se me queda mirando fijo, como quien vislumbra un sortilegio—. Sí me acuerdo de cómo ‘la pandilla de la cooperativa’, de la cual formaba parte, se ponía a jugar y a armar bulla por el terraplén. Era el instante oportuno para ‘probar’ los mangos de Cando, para tocarle las puertas a Mercedes —la más peleona de las vecinas—, o atrevidamente salir a explorar ‘territorio enemigo’ en los barrios de Berlín o Los Edificios, buscando camorra. No a pocas escaramuzas sobreviví en medio de un apagón tras una de esas peleas mundanas.

Rememoro también con complicidad cómo el viejo sacaba a relucir su excelso conocimiento de los hits de la Década Prodigiosa, o los bolerones del feeling o de cuanta canción infantil acudiera a su mente cuando, ya desesperados por el calor y los mosquitos, mi hermana y yo nos negábamos rotundamente a dormir e insistíamos en la lectura —a la luz de una potente “chismosa de carburo”— de los clásicos de Emilio Salgari o Robert L. Stevenson.

Hoy, hablar de los apagones es más complejo. Por estos días ya se fue no solo la energía eléctrica, sino los sueños infantiles y la inocencia. Hoy la jaba de las preocupaciones de papá anda siempre llena, y tratar de que un pequeño de ocho años entienda cuánto se puede hacer en medio de un apagón, cuando quien debe explicárselo anda en modo avión, no es tarea fácil.

Le digo que de poco valen las quejas. Y ponemos música en el celular y le enseño a moverse con el ritmo de Cubanito 20-02, las Spice Girls, Britney Spears o Tego Calderón. Además, como papá, ya descubrió el pasaje gratis a otros mundos que le regala la lectura, y me parece que ya ve la ausencia de luz como una oportunidad de viaje.

En medio de las tensiones por la comida en riesgo, y la ausencia de agua, le comenté a mi Diego que, quizá, algunos de los mejores momentos de papá con tía y los abuelos fueron en apagón. Nosotros cuatro acostados, bajo un desgastado mosquitero, esperando el paso del tren con la dulce caña para el central, y el insoportable pitido a escasos 20 metros de casa, y el viejo cantando con poco tino: “En Galicia un día yo escucheee…”. (Por: Gabriel Torres Rodríguez)

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