«Lloré, lloré de espanto y amargura:
cuando el amor o el entusiasmo llora,
se siente a Dios, y se idolatra, y se ora.
¡Cuando se llora como yo, se jura!».
José Martí.
Anacleto se fue y nos dejó a Lola, su gran amor, esa a la que en su nota de despedida le escribe: “acuérdate de mí, tu Anacleto”. A ella le dejó su sortija, su leontina. Nos dejó a su familia de abogados, sin consuelo alguno, como solo lo pueden estar quienes dicen adiós definitivo al hijo, al hermano, y más cuando se conoce de juicios y el suyo no fue justo, ni de lejos. Nos dejó los originales del periodiquito que escribió alguna vez junto a Martí, los sueños de ejercer la medicina, el daguerrotipo borroso en los libros de historia.
Ángel nos dejó, quizás sin saberlo, y con la inocencia que lo acompañó ―los acompañó― en todas sus acepciones, el epitafio de su tumba y de su vida: “muero inocente, me he confesado”. Nos dejó a sus padres emigrantes, a sus hermanos, de quienes se despidió con un “adiós” sencillo, como si en una sola palabra cupiera toda la rabia y el miedo del mundo. Nos dejó sus 17 años, rotulados junto a su nombre en la tarja del mausoleo.
Marcos nos dejó sus espejuelos. Su mirada seria, un tanto estrábica, capaz de conferirle aires de adulto a sus escasas dos décadas de vida. Nos dejó la serenidad ante el paredón, la sangre, el plomo incrustado en la frente de un futuro cirujano, clínico, anestesista, ¿quién sabe? La muerte llegó para evitar que lo descubriéramos.
Juan Pascual nos dejó su valentía, su mayoría de edad entre los condenados, la carta en la que confesaba “nunca haber creído verse en un caso así” porque se consideraba “un hombre de orden”. Nos dejó su pelo ensortijado, danzando en el aire mientras arremetía contra sus captores en el interrogatorio, lo que le llevó a ganarse inmediatamente la bartolina.
Eladio nos dejó sus pañuelos, legados a Cerra y Domínguez como prueba de amistad. Nos dejó su retrato a crayón, su Quivicán querido. Ante el final seguro, inevitable a pesar de su arbitrariedad, nos dejó sus últimas palabras, en las que, inocentemente ―de nuevo la maldita inocencia―, pedía a un amigo que “mirara” si su cadáver podía ser recogido. Nunca lo supo, pero sería otro amigo el que lo recogiera, casi 20 años después.
Carlos Augusto, el camagüeyano, nos dejó su negativa de cubrirse el rostro ante la ráfaga. Nos dejó a Amalia Simoni, esposa de El Mayor, escribiendo una carta de condolencia a sus familiares. Nos dejó el ímpetu de la juventud, la virilidad, el decoro.
El otro Carlos, el matancero, nos dejó su apellido funesto, la injusticia en su máxima expresión, la mala suerte. Nos dejó la tarja en Isabel Primera, entre Vera y Navia, Versalles, a donde van cada año los estudiantes de medicina de Matanzas en búsqueda de la redención que no tuvo, que nunca tendrá Carlos Verdugo: el que ni siquiera estaba en La Habana el día de los sucesos.
Alonso nos dejó la imagen de un adolescente de 16 años caminando hacia su triste desenlace, como el primero en una fila de ocho. Nos dejó su forma casi infantil de despedirse de su madre, pidiéndole que lo perdonara por todo lo malo que le había hecho. Nos dejó a su hermano de leche, negro abakuá, muriendo a bayonetazos junto a otros cuatro ekobios por intentar salvarlos de la barbarie. Nos dejó una flor muda, sosegada, sobre las frías lápidas del cementerio.
Fueron ocho. Cinco por razones absurdas, tres al azar. Nos dejaron el dolor, la ira, el afán imperecedero de no olvidar lo sucedido. Nos dejaron al doctor Sánchez de Bustamante salvando a sus alumnos de segundo año mientras Valencia condenaba a los suyos, los de primero, a los peores tres días de su vida ―y, en algunos casos, los últimos―.
Nos dejaron la dignidad de Federico Capdevila, defendiéndolos hasta las últimas consecuencias y rompiendo públicamente su espada al conocer del terrible desenlace. Nos dejaron a Fermín Valdés Domínguez, con las uñas llenas de tierra, cavando en el lugar donde supuestamente fueron enterrados los cuerpos.
Nos dejaron el juramento del Apóstol, la sed de muerte del infame cuerpo de voluntarios, el hijo de Gonzalo de Castañón declarando que la tumba de su padre nunca fue profanada. El martirio, la inocencia: eso fue lo que nos dejaron.