Para Yamila Gordillo y Helga Montalbán
Si digo que jamás pienso en lo que pudo ser y no fue y luego agrego que a menudo pienso con intensidad en las cosas que pudieron ser y nunca ocurrieron, no estaría mintiendo en ninguno de los dos casos y sospecho que no soy la única a quien le sucede. Hay etapas en las que nos subimos al trasatlántico que corta mares proa al futuro y hay períodos en los que solo navegamos sobre aguas turbulentas en la chalupita de lo que pudo ser y no fue. Pero nada de esto es noticia y antes de mí ya lo dijeron otros.
Cuando me sumerjo en lo que pudo ser y no fue pienso en Jorge Luis Borges y su poema «Lo que pudo ser». Aunque en verdad lo que el argentino escribió fue «Things That Might Have Been» porque aprendió a leer en inglés antes que en español, lo que trazó un camino literario marcado por la influencia de su abuela paterna británica Frances (Fanny) Ann Haslam, feroz lectora, dueña de una magnífica biblioteca y que sabía la Biblia casi de memoria. La primera lectura del Quijote que hizo Borges fue en inglés y cuando lo leyó en español se quejó de lo que parecía «una traducción mediocre». Enterarnos de eso nos hace reír y a la vez pasmarnos. Su autobiografía la dictó en inglés, ahí nos asombramos otra vez. Muchos de sus antológicos textos nacieron en aquel idioma y poseen innegable extrañeza, pero, a mis ojos, «Things That Might Have Been» tiene una especial dosis concentrada de asombro (regresamos al punto).
Como siempre he asociado a Borges con la sorpresa, su obra viene a mi mente cuando se mezclan lo que pudo ser y el asombro. Cada vez que algo me sorprende mucho y, encima, pienso en lo que pudo ser y no fue, vuelvo a «Things That Might Have Been» y también a la historia de cierto caballo que sucedió hace ya casi dos décadas, pero no consigo olvidar.
No hablo de la historia del relato de Tolstoi ni la de Aquiles Nazoa, tampoco la de tantas y tantas páginas dedicadas a los equinos, sino de otra historia. La de un performance que no iba a suceder, pero tuvo un final absolutamente inesperado.
Podría, quizás, empezar hablando de la intención. Pero de buenas intenciones está empedrado el camino del infierno, decía mi abuela que no era británica ni conocía la Biblia de memoria, pero poseía una buena biblioteca, leía muchísimo y también tuvo, como todos, sus pequeños, medianos y grandes infiernos. Por aquellas palabras suyas pronunciadas con certeza, muchas veces, como ahora, prefiero olvidar la intención y también porque con los años aprendí que no siempre es eso lo que más importa. Elijo, más bien, la usanza de aquellas historias que las abuelas nos leían en la infancia: Había una vez…
Había una vez… un hombre ―cuyo nombre nunca supe― que parió un caballo y había una ciudad que se llamaba Matanzas y también había una galería de arte donde ese hombre creyó que viviría, al menos por un tiempo, su creación equina. El hombre concibió y construyó un caballo de tamaño natural esperando ser admitido en el salón de artes visuales que se celebraba cada año, pero el jurado de admisión no lo aceptó. Y el creador, en lugar de recoger su caballo y regresarlo a casa, como habría hecho un buen jinete y un buen padre, dejó su animal allí, abandonado a su suerte. El hombre creyó haber logrado una elocuente obra de arte, pero el jurado no pensó lo mismo. Entre los paridores de caballos ―o de cualquier otro animal o idea― y los miembros de un jurado, a lo largo de los años, en muchas ocasiones, no ha habido concilio ni acuerdo posible.
Muchos caballos son y han sido. Los indoeuropeos paseaban su imagen del Dios Sol en un carro de combate tirado por caballos. Las amazonas, guerreras del mundo antiguo, galopaban sobre caballos preguntándose cuando veían un hombre qué otro animal sería ese. Enbarr, más veloz que el viento, atravesaba tierra y mar en la cultura irlandesa. Epona, era la diosa de los caballos para los celtas, quienes creían que los equinos eran los guías de las almas en el paso del mundo de los vivos al de los muertos. Mientras en otras culturas el caballo continúa siendo un hermano espiritual de los hombres, los corceles de tamaño natural del ejército de terracota, que salieron a la luz en 1974 cuando unos campesinos excavaban pozos buscando agua, han establecido un valor histórico y cultural que rebasa fronteras y los convierten en uno de los mayores hallazgos arqueológicos de la historia y en Patrimonio de la Humanidad.
Pero del que hablo no es ninguno de esos, era solo un simple caballo negro, o al menos de lejos eso parecía y, de lejos, tampoco era fácil apreciar de qué material estaba hecho. De cerca, el nuestro, era un equino formado por frascos plásticos forrados por nailons negros de los codiciados para echar en él residuos, deshechos, restos de comida, hojas secas, papeles sucios… y que luego son puestos en la calle para que vengan otros hombres a pie o en un camión y a veces a caballo ―como ha sucedido en algunos pueblos o en momentos de crisis energética― a recogerlos y tirarlos en el vertedero municipal o provincial. El nuestro trataba de armonizar consumo y reciclaje en una isla donde la industria del reaprovechamiento era, es, casi inexistente. Nailons negros y frascos plásticos que, luego de vaciados, su propio consumidor empleó para intentar generar una obra de arte, un nuevo producto. Himno y sepultura de lo consumible. Extraña apología de lo cotidiano. Conjuro contra la grisura y la carencia que aun acechan.
El rocín del que hablo era una especie de copia dudosa del caballo de Troya, pero no traía dentro griegos listos para guerrear sino solo frascos plásticos que, en su fragilidad, pocas batallas podrían ya emprender porque, perdidas sus formas y horadados sus fondos, solo alcanzaban a simbolizar el fin de una cadena, una de esas pequeñas muertes que sufrimos a diario, casi sin darnos cuenta.
Nuestro penco de lomo plástico y rígido, patitieso y casi marcial permanecía inmóvil como pieza de ajedrez vigilando el tablero, pero el jurado de admisión le había vetado la salida al espacio público y con ello la posibilidad de ser admirado o criticado. El nuestro jamás asistiría al sitio de las representaciones. O al menos así parecía que iba a suceder…
Pero un día la galería de arte necesitó limpiar sus almacenes y aquí empieza el segundo acto de la historia hípica de marras. Como no contaba con los codiciados nailons negros ni con carretón alguno donde embarcar su propia mercancía y sus desechos, los especialistas llevaron en andas al oscuro animal hasta la esquina más cercana que no era esquina cualquiera sino una del centro histórico de la ciudad por donde transitan a diario miles de pobladores. Comenzó entonces el verdadero espectáculo. Lo que se había decidido no mostrar en la galería de arte quedaba expuesto en plena calle. Estoy segura de que el jinete jamás soñó tamaña paradoja y menos que a partir de ese momento quedaría abierto un nuevo espacio para el cuestionamiento y las lecturas múltiples. Hubo tantas entrelíneas y subtextos como transeúntes mirando. En una ciudad de provincia, donde casi nada sucede, la presencia de un caballo negro acostado en una esquina es y será siempre uno de los acontecimientos más apetecibles. Leyendas y especulaciones de todo tipo se reunieron esa tarde. Fantasías, fábulas y falacias pasaron a conformar la historia de vida del cuadrúpedo local devenido Bucéfalo, negro y emblemático, casi, casi, como aquel de Alejandro Magno.
La transmutación se sucedía segundo a segundo. Ocurrió el cambio mágico de apariencia del personaje, la transformación, temporal, pero transformación en sí, de caballo a ovejita obediente. El equino reunió a su alrededor muchos curiosos y no faltaron bromas de todo tipo. Los atrevidos se acercaron para mirar bien de cerca y los más osados tocaron su lomo y hasta palmearon sus ancas.
Pero, sin duda, lo mejor del suceso acaeció cuando varios niños se apropiaron del animal y lo trasladaron a un parque cercano. Unos lo sujetaban y otros iban cabalgándolo por turnos, fundiéndose con él hasta convertirse en imberbes centauros. No faltaron adolescentes que dejaron escapar sus inquietudes hormonales simulando que poseían a la bestia de un modo nada conservador. La nueva generación penetraba a un grupo de frascos plásticos. La nueva generación convirtió al consumo en objeto para ser poseído y avasallado. La concurrencia se apropió del discurso y dejó de importar para qué, para quién, ni con cuál intención había sido creado nuestro animal. De repente ya no pertenecía a nadie, ni a su creador ni a la galería de arte. Ahora era de todos y para todos, un bien (o un mal) común. No había ocurrido ningún hurto, ningún acto de depredación, nadie había entrado a la institución cultural para destruir la obra. No hubo vandalismo, más bien lo contrario, la obra salió a la calle para ser humillada y destruida. No era un suicidio sino, más bien, un homicidio, un abandono, un ofrecimiento para cualquier sacrificio.
Jamás conocimos la suerte última del corcel. A la mañana siguiente ya no estaba por esos lares y por mucho que buscamos no aparecieron tampoco sus vísceras plásticas ni el más mínimo trocito de nailon negro. Para entonces ya se había corrido la voz como suele suceder en una ciudad de provincia donde no pasan tantas cosas. Muy pronto se supo de dónde había salido nuestra bestezuela porque aquí, como reza la voz popular, todo se sabe. Caballo y galería se convirtieron en pareja indisoluble, en un tándem para la eternidad.
El hombre que parió el caballo todavía ha de estar riendo, incrédulo, pensando en el viejo adagio: cuidado con lo que pides que se cumplirá. La galería posiblemente evoca aún, tantos años después, esas viejas historias que hablan del boomerang: todo lo que una vez lanzas, te será devuelto.
Esta es la historia del caballo que mencioné al inicio y es, también, una genealogía que escapó de sus propias riendas, un camino que se torció. Un paseo en la chalupita de lo que pudo ser y no fue. Un performance no esperado, pero no obstante vivido, hecho ya leyenda en uno de estos pueblos donde casi nada acontece y a veces la vida obliga a pensar en las «Things That Might Have Been» y en el asombro, esa palabra que proviene del latín y significa admiración y maravilla.
Desde tiempos inmemoriales sabemos que la filosofía y muchas otras cuestiones son hijas del asombro, de él deriva también la creatividad como lo prueban la literatura de Borges, su vida y también esta ordinaria y a la vez singular historia ecuestre. El asombro es un estado del alma. Es la confirmación de que nada debe verse como tácito, dado o seguro. El asombro es la respuesta al carácter fortuito de los sucesos y los gestos. Por ello hay que tomar precauciones, tener muchísimo cuidado cuando desde la decepción, el resentimiento o el cinismo decimos: a mí ya nada me asombra, porque esa negación conduce al fin de la curiosidad, a la muerte del pensamiento, al desmentido del azar, a la extinción de los sueños y, sobre todo, al fin de la vida. La fascinación solo nace del asombro y es innegable que somos seres a quienes la fascinación nos seduce profundamente. Ahí pudiera estar una de nuestras posibles salvaciones, uno de nuestros gestos trascendentales: en la misión de salir a buscar a galope tendido, como diría Borges: el otro cuerno del unicornio. (Por Laura Ruiz Montes)