Hubo una ciudad antes de la ciudad. Las plazas públicas era claros en el monte donde hombres y mujeres bailaban y se amancebaban para pedir el milagro de los peces. Habitaban dentro del vientre de las señoras dormidas que son las montañas. Eran tan puros que no conocían el metal y enterraban sus muertos desnudos como si los devolvieran intactos de donde provinieron.
Hubo una ciudad que nació entre las piernas de mar de una bahía. Cuando el español vino a reclamar una Isla por los privilegios que le daban la sífilis y las cruces y los espejos, lo hundieron en las profundidades. Llegó del océano y a él volvería, porque en estas tierras él era usurpador. Sin embargo, el europeo no entendió eso y llamó, a este doloroso parto de agua, Matanzas.
Hubo una ciudad que comenzó a pensarse como ciudad cuando un holandés, Piet Hein, le robó el corazón de plata y hasta los clavos de bronce a una flota que trató de esconderse en la bahía que nos parió. Entonces, un rey, tan lejano que solo contempló esta parte de su territorio por dibujos al carboncillo, ordenó que ahí se construyera un fuerte y una urbe detrás de él, como una manera de vigilar y mantener a raya ese suelo que nunca los quiso.
Hubo una ciudad que surgió un 12 de octubre, el mismo día que 201 años antes Cristobal Colón llegara a un continente, que en su arrogancia creía que él había concebido con su sexo y su pensamiento. La levantaron en un terreno pantanoso, como si la misma tierra pudiera de repente tragarse lo que construyeron encima, por venganza o por aburrimiento.
Hubo una ciudad que le costó crecer, como una niña que demoró dos siglos en aprender a caminar; pero cuando se puso en pie fue hermosa, cual pequeña damita de sociedad con sus cintas en el cabello que parecían rieles de trenes y su bata con bellos dibujos de edificios neocoloniales estampados.
Hubo una ciudad que cuando aprendió a hablar primero le salió un poema, uno acerca de la estela de las barcazas en sus ríos y de mulatas de fuego vivo; no obstante, al dormir, murmuraba viejos rezos de esclavos que le arrancaron de sus selvas, pero no de sus dioses.
Hay una ciudad que 331 años después de su fundación te condena al sol. Sus edificios sin portales y los árboles con poco follaje, como sombrillas en harapos, provocan que busques la negra sombra, el blanco split de dos toneladas, las aspas verdes del ventilador. Le pides a todas las deidades, a las primitivas de los aborígenes que conjuran al huracán, a los Orishas que en las espirales del caracol encontraron su verdad, y al Cristo de las redes de los pescadores con su brisa. Entonces, si ellos están de buenas, a veces se levanta un viento desde la bahía, como un susurro de plegaria.
Hay una ciudad donde todas las calles se juntan en una, la del Medio. En sus aceras puedes encontrar en esa rara danza donde dos personas coinciden de frente y ambos toman la misma dirección, una y otra vez, sin poder avanzar: al albañil y a la señorona de gatos castos, a la mucama de Varadero y al barman de Nárvaez, al comprador de cualquier pedacito de oro y al ginecólogo en cuyo tiempo libre escribe décimas, al estudiante que odia las matemáticas y la ama de casa que busca la mochila más barata para su hija.
Hay una ciudad que tiene el mal hábito de acostarse temprano y le regala sus avenidas, entonces, a los noctámbulos, a la legión de ballesteros de agua dulce, a los que nunca se niegan ni a la última copa ni a la próxima mentira, a los que marcan en el carnet de identidad, a los custodios con sus radios BEF, a los amantes sin objeto de deseo que van a pedirle consejos a Milanés y él les contesta que no sabe nada de eso, él murió por lo mismo que vivió, por amor.
Hay una ciudad en la que, en una misma cuadra alguien lanza un cubo de agua a la calle para espantar todo lo espantable, y un vagabundo se pregunta qué puente nos falta. Aquí le tocamos un violín a Oshún y celebramos a nuestros muertos con ron y tambores. En ocasiones, incluso, le rezamos a los ríos para ser como ellos, fluir sin prisas.
Habrá una ciudad por cada uno de nosotros, como hubo una para el que utilizaba anzuelos de hueso y puntas de flecha de la piedra de los arroyos, y otra para las familias canarias que dejaron sus isla por otra y vinieron a poblar Matanzas con sus aspargatas y sus Vírgenes Marías, y otra para el negro africano que escondió que le obligaron a intercambiar el baobab por la ceiba y la cabra por el chivo, y otra para el hombre trabajador que después de ocho horas en una empresa de productos industriales busca la tranquilidad de su gato y de su esposa, y otra para ti y otra para mí.
Habrá una ciudad que crezca en nosotros y, aunque quieras alejarte, no podrás, porque la llevarás demasiado adentro. Habrá tantas ciudades como personas que las busquen.