Solo los alquimistas pueden cocinar en Cuba
El arroz amarillo me provoca pánico. Me pone amarillo del susto. Lo juro. Mi madre, cada vez que el tiempo no le alcanzaba para preparar nada mejor, recurría a él, una y otra vez, una y otra vez, hasta que sazonó mis pesadillas con bijol y ajíes pimientos.
Ella levantaba la tapa de la olla y, en el mismo instante en que el vapor ascendía y se acumulaba como nubes en el cielo raso de la cocina, me comentaba: «Este sí me quedó bueno». Realmente nunca le quedó bueno; pero como soy un buen niño del Período Especial, entrenado en el arte de vaciar bandejas de comedor y con la idea de que un pan con aceite y sal en determinada circunstancia puede ser un platillo gourmet, no paraba hasta chocar con el fondo del plato, con un apetito, más que orgánico, militante.
A la vieja nunca le agradó cocinar; pero asumió su rol con la dignidad de la ama de casa a la que nadie le preguntó si quería serlo. Sin embargo, todavía ahí está; aunque hace años que no prepara un arroz amarillo, porque cuando no falta el bijol sí los ajíes pimientos. En ocasiones, creo que lo extraño. Supongo que tengo un regusto a nostalgia en el paladar.
Como los alquimistas que trataban de hallar a través de la mezcla de diferentes sustancias la vida eterna, los cocineros en Cuba con dos o tres ingredientes tratan de mantenernos con vida.
La Piedra Filosofal es probable que se cree en un fogoncito de leña en un pueblo apartado de Camagüey, donde alguien trata de hacer unos frijoles negros. Descubriremos la manera de convertir el chícharo en oro, la próxima vez que en un barrio de Centro Habana explote una cafetera con Hola y entre sus restos encontremos las pepitas.
Sin embargo, esos milagros que buscaban los antiguos sabios —de muchos tratados sobre la cábala y con conocimientos de imperios olvidados— palidecen ante los que ocurren, día tras día, cuando un cubano le dedica una mirada al refrigerador abierto y este como que se la devuelve, desafiante, muy guapo él, y le espeta un: «¿Qué haces aquí? Aquí no hay nada para ti».
En este pueblo de moral católica parece que de a poco nos convertimos al judaísmo, porque la carne de puerco cada vez luce más sagrada. El pescado creo que entró en algún proceso jurídico después de que apareció la última Ley de Pesca, y no le han pagado la fianza todavía. Las otras carnes llevan un punto en boca, un punto y seguido, un punto y seguimos para el próximo tema, y además nos faltan unos cuantos huevos.
Entonces, solo nos queda el pollo. Pollo en aporreado. Pollo en cazuela. Pollo frito. Pollo en salsa. Pollo con papas al que le faltan papas: el pollo huérfano. Pollo para que los vivos no vayan al hoyo. Y también, nos resta el picadillo. Picadillo de pavo, aunque aquí al pavo le digamos guanajo. Picadillo condimentado. Picadillo con hielo de la Casilla. Picadillo de dinosaurio. Todo lo que pudiste comprar en una mipyme y no te quedó más remedio que hacerlo.
Diría que también tenemos a la croqueta, pero estas tienen la mala, muy mala, costumbre de explotar sin pedirte permiso. No obstante, incluso así, un amigo, un muchacho que vive alquilado solo, me cuenta que se siente un soldado al arrojarlas al aceite caliente, pero que él se arriesga, porque no le queda otro remedio.
En esta lucha de guerrilla culinaria y alquímica, cualquier táctica resulta válida. Si la leche de la bodega se te corta, haces dulce. Si te quedaste con ganas de más plato fuerte, lo suples con costillas de aguacate. Si falta el azúcar, endulzamos el café con miel, que es buena para el catarro y, con tanta arbovirosis por ahí, es inteligente precaver.
Te dices que la calabaza engorda las pantorrillas y tú necesitas piernas fuertes para mantenerte en pie, que el boniato le da brillo al pelo y así gastas menos en tratamientos capilares y, por último, que te bañas en quimbombó para que todo te resbale.
En este momento, en lo que lees este texto, tú o al que le toque cocinar piensa en el próximo milagro que debe obrar. Calcula complicadas fórmulas alquímicas, sopesa proporciones, imagina sabores y combinaciones. Yo, mientras tanto, sueño que mi mamá destapa la olla y me dice otra vez, cuando el vapor se acumula en el cielo raso de la cocina: «Este sí me quedó bueno». Prometo que, si ocurre, no me pondré amarillo del susto.