Aunque nos cueste creerlo, vivimos en un mundo donde un streamer argentino, (un muchacho que se graba jugando videojuegos en directo para Internet) fue fichado por un equipo de fútbol solo por marketing, donde un youtuber sueco tiene más seguidores que todos los medios de prensa de un país juntos y donde los influencers aspiran a cargos públicos.
En medio de esta distopía virtual que se nos presenta día tras día a través de las pantallas de nuestros teléfonos, nos resulta extraño que los usuarios comiencen a dar por sentado lo que digan sus “proveedores particulares de entretenimiento”, sin contrastar demasiado los hechos.
Las redes sociales y las plataformas de contenido, además de cambiar para bien las dinámicas de comunicación y acercar a las personas, han dado la oportunidad de que todo tipo de individuos puedan expresar sus ideas y opiniones con total y absoluta libertad, con contadas excepciones. Algo que también sería positivo, si el consumo fuera responsable o si los administradores de estos sitios fueran más rigurosos con la fidelidad de la información, pero, realmente, no es así.
A diario, leemos, vemos y escuchamos una masiva cantidad de datos, hechos y opiniones, pero en raras ocasiones nos tomamos un segundo para verificarlas o contrastarlas. Mucho menos si vienen de nuestro influencer de confianza, ese que refuerza nuestra burbuja moral y que comparte, o retroalimenta, nuestras posturas, tanto ideológicas como políticas.
“La tierra es plana”, “los reptilianos dominan el mundo desde la sombra”, “el gluten es la principal causa del cáncer”; se comienza con absurdos así y se termina desacreditando toda fuente de información que contradiga la narrativa conveniente.
En el peor de los casos, podemos terminar aceptando que todo proceso se define con la infantil pugna entre malos, muy malos, y buenos impolutos. Donde, claro está, nosotros siempre estaremos en el bando de los segundos.
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Parte crucial del proceso de desinformación es invalidar al resto de fuentes. Reforzar el sentimiento de privilegio hasta que creamos que solo nosotros, y un grupo selecto, tenemos acceso a la única e indiscutible verdad. Así se nos exhorta a desconfiar de todos los que no sean como nosotros, de los otros, de los ingenuos.
De esta manera se cierra todo diálogo posible entre la lógica y el absurdo, simplemente porque se repelen, no son compatibles. Los nefastos resultados de este fenómeno son visibles cuando sobrepasan nuestras pantallas y llegan al mundo real, cuando alguien decide tomarse la justicia con sus propias manos o caer presa de la paranoia.
Lo más triste es que, por mucho que nos desgastemos, una postura educativa al respecto tiene menos pegada que un meme, que un bulo, que un baile de Tik Tok. El consumo desenfrenado de contenido provoca que pasemos al siguiente post tan rápido como podamos, porque la cascada de impulsos visuales sigue hasta el infinito y tenemos que estar al día con nuestras redes.
Las redes sociales han pasado de ser espejo del mundo a convertirse en su directriz. Nos dicen qué pensar, qué ver, cómo actuar, a quién seguir. La fama se calcula en likes; pero la confianza también, cuando estoy totalmente seguro de que los mejores filósofos, maestros o científicos no tienen tantos “followers” como un adolscente europeo que muestra su millón de pares de zapatos en Instagram.
Aun así, todavía hay una manera de defenderse, y es sencilla. Tómense su tiempo, busquen la misma información en varios sitios, no crean todo lo que dice esa persona carismática tras la pantalla que se esfuerza por caerles bien a cualquier precio. No existen, hoy por hoy, recetas infalibles contra la manipulación de la información, pero al menos podemos ponérsela difícil a quienes intentan engañarnos.