En el basurero ocultamos todo lo que nos espanta 

Basurero de la ciudad de Matanzas. Fotos: Raúl Navarro González 

Una persona pierde al día 50 millones de células epiteliales y unas 100 hebras de cabello. Ocurre en silencio. No nos percatamos de ello, porque cuando muere una, crece otra. Con las ciudades sucede igual: mudan de piel constantemente. 

Nos deshacemos de todo aquello que nos sobra y lo sustituimos por otro objeto igual o semejante: el papel sanitario que al acabarse lo cambiamos por un nuevo rollo, los sueros de los hospitales que al vaciarse se echan al cesto y se coloca otro del cielo a tu brazo, las botellas de ron que con cada una te juras que será la última, pero la promesa solo dura hasta que llegue la próxima. Constituye un proceso tan cotidiano que lo obviamos. Muchas veces no nos preocupa lo que dejamos atrás.

Sin embargo, lo que dejamos atrás no desaparece cuando le hacemos un lazo de mariposa a la jaba y la ponemos al frente de la casa o cuando apiñas los escombros de tu pasado en un saco. Todo ello se carga en camiones y se traslada al vertedero de la ciudad, que se ubica por detrás de la Universidad de Ciencias Médicas, a unos cuatro kilómetros de la Carretera Central, en Quintanales Final. Si lo buscas en Google Map, este no te lo señalará por el nombre.  

Solo aparece una mancha difusa alejada de los barrios más poblados. La ubicación de lugares como esos solo les interesa a las personas cuyo trabajo se relaciona con él, o que le pueden sacar provecho. 

Está enclavado en una vieja cantera en desuso. Es un agujero en una pequeña planicie debajo de una pared lisa que parece un corte de oxidiana. Desde el año 2003 comenzaron a lanzar la basura allí. Cuando le intercambiaron el terreno a Conrado Marrero, un guajiro de la zona, por unas hectáreas en Los Molinos, o así me lo narró él. 

En dos décadas lo han rellenado y hasta ahora sobrepasa más de la mitad de su hondura. Por jornada, varios camiones descargan aproximadamente 20 veces su contenido en la antigua cantera. Según Marlen Gónzalez López, directora de Higiene de Comunales Municipal, al día se arrojan unos 700 metros cúbicos de desechos. En menos de cuatro días se repletaría una piscina olímpica con pomos de agua Ciego Montero vacíos, pampers para ancianas con demencia senil, corazones de aguacate y libros de anatomía que los comejenes han devorado y donde las imágenes de los cuerpos desnudos parecen abaleados. 

Gónzalez López explica que próximos a Matanzas existen dos vertederos más, uno en Guanábana y otro en Ceiba Mocha. No obstante, el flujo mayor de desechos se envía al de Quintanales Final. Incluso, el volumen diario que se arroja a ese viejo retrete, excavado en la piedra, ha descendido por la escasez de combustible que golpea al país. 

Los desperdicios no solo se encuentran dentro del agujero, sino también en sus alrededores, como si al golpear un charco el agua salpicara fuera de él. Un camino de tierra bordea sus contornos para que los camiones puedan transitar de una esquina a la otra del sitio y disponer su carga de tal manera que no se amontone en un mismo rincón. 

En el suelo del terraplén hay un osito de peluche empercudido, al que le falta el botón de la nariz; a uno metros de él, donde comienzan las pilas de basura, se hallan una serie de ataúdes. Algunos tienen las uniones sueltas, como una muerte descoyuntada. Probablemente sean restos de madera y tafetán negro de exhumaciones, pero ahí están, como un recordatorio de que, al final, ni la última casa, la “caja de zapatos”, nos pertenece del todo. 

Mas, la cercanía de ambos, el oso de peluche y el ataúd, recuerda que allí, en ese descampado, a través de los diferentes objetos que encontramos, pudiera elaborarse tu biografía, de la cuna a la tumba; incluso con esas partes que prefieres no contar, pero que forman parte de ti: las veces que has menstruado, las ocasiones que te han asaltado las diarreas, las cartas de amor que dejaste a medias y lanzaste al cesto, los pitusas con las entrepiernas gastadas, los preservativos utilizados. 

La escritora Margarite Yourcenar, en su novela Opus Nigrum, aseguraba que odiamos todo aquello que nuestro cuerpo produce y que nos remite a la cotidianidad: el excremento, la orina, el sudor. Al visitar el basurero de la ciudad, notas cuánta razón llevaba la novelista. Ese razonamiento no solo se aplica a las personas, también a las ciudades; junto a los cascarones de huevo, las cáscaras de plátano macho, la armazón hueca de radios que ya no oirán los custodios, están los pedazos de pared de edificios patrimoniales, la rama podada de los árboles por las temporadas ciclónicas, las tejas que echaron a volar de los tejados como las tórtolas de Milanés. 

Entre todo ese desperdicio, de la urbe y del hombre, rondan los cerdos, cientos de ellos. Introducen sus hocicos en la basura y escarban en busca de cualquier alimento: raspa de arroz, tomates de corteza negra, frijoles colorados con hongos blancos. Algunos se bañan en lodazales que han creado las lluvias de a poco, y las hembras recién paridas recostadas amamantan a sus crías que, al crecer y convertirse en verracos y más hembras para ceba, procrearán también y aumentarán el número de animales en ese “corral”.

Según me dicen, se escapan de las fincas de los alrededores; pero un pelaje corto y negro, que se divisa por debajo de las capas de fango, indica que han crecido y engordado jíbaros allí, a sus anchas. La basura de un hombre puede ser el cochiquero del puerco de otro. También deambulan por el paraje: gallinas, vacas. Parece una granja en que las botellas de ron desperdigadas por doquier son yucas y los cables eléctricos bejucos de boniato y las bombillas coles pequeñas. 

Las moscas, zumbadoras, están aquí y allá como pequeños puntos de putrefacción, y cuando se te posan encima, te las espantas con rapidez como para recordarles que tú aún no estás podrido, por lo menos no del todo. Las auras tiñosas acechan, cabecipeladas, aliprietas, y cuando alzan el vuelo lucen como cruces negras en el cielo. Puedes observar, fácilmente, cómo una colina de basura se la disputan un gallo y un aura: lo doméstico y lo salvaje pelean por la cima del mundo.

El cuidador del lugar, un hombre mayor de bigotes turcos y puro hueso y pellejo estirado sobre este, afirma que lo peor no son las moscas, sino los jejenes.  Al caer la noche, “lo levantan a uno en peso”. Sin embargo, en los 20 años de trabajo ahí, se ha acostumbrado a ellos, de la misma manera que al olor. Cuando el viento dirige la hediondez hacia las caseticas de madera donde ellos realizan sus guardias, parece que hueles un cadáver en descomposición, como si la cantera fuera una herida supurante en medio del pecho de la tierra. 

Un buldócer permanece delante de dichas caseticas. Cada 72 horas, más o menos, va su operario para acomodar la basura que arrojan los camiones. Debería ocurrir con una frecuencia mayor; pero no lo permite la escasez de combustible, como mismo ocurre con la periodicidad del volteo de los camiones. El carro topadora se encarga de arrojar dentro del agujero los desperdicios, aplanar o ahogar los que sobresalen en sus alrededores con tierra, y mantener despejado el terraplén.

De tanto aplanar y aplanar, el lugar parece un mar en calma. Sobre todo porque, cuando sopla la más breve brisa, las jabas de nailon que dominan el paisaje se encrespan como pequeñas olas de polietileno. Los pomos de plástico también abundan, como cardúmenes de peces transparentes y azules. El cuidador relata que a veces se forma un cajón de aire y se arman remolinos de basura, “trombas marinas” diría yo. 

Un humo negro constante brota de la izquierda del lugar. Se debe a un incendio que ocurrió hace ya unos cuatro meses y aún no se ha apagado del todo. Cuando el vigilante detecta una candela, común en los períodos de seca, enseguida debe llamar al operario del buldócer para que este la asfixie con tierra, o a los bomberos, porque los de ese tipo no se extinguen con agua. Ahora lo que se quema es el gas de los desperdicios, producto de las pequeñas descomposiciones del material orgánico. Arderá así, controladamente y sin expandirse, unas cuantas semanas más. 

Encima de un televisor con la pantalla desprendida de la carcasa, como un ojo que cuelga de la cuenca ocular solo sujeto por los nervios, un aura tiñosa otea la ciudad de Matanzas a lo lejos. En televisores iguales o parecidos a ese he oído repetir, una y otra vez, la importancia de sustituir exportaciones, de ahorrar, de utilizar los recursos endógenos del país. 

Sin embargo, por todo el basurero hay miles de artículos de plástico, como los pomos “cardúmenes de peces”, o de aluminio, como latas de refresco o de cerveza Cristal, y cristal en sí en los huertos de botellas. Todo ese material puede reciclarse. Su fin no debe estar en que un cerdo lo aparte con la nariz para comer raspa de arroz. 

Marlen me explica que antes había un contrato con Materia Prima para clasificar los desechos, y que los mismos vigilantes se encargaban de la tarea; pero que ello, poco a poco, se ha perdido. Hace bastante tiempo que no se toma ninguna medida al respecto. 

De vez en cuando por esos lares se cuela un “buzo”, como se nombran a los que se zambullen en los desperdicios; y qué mejor sitio para ellos que ese mar de jabas blancas encrespadas como olas. La basura de un hombre no es solo el chiquero de los cerdos de otro, sino también la manera de subsistir de un tercero. Los cuidadores tienen órdenes de azorarlos. Refieren que, normalmente, con un par de gritos se marchan, pero en otras ocasiones deben llamar a la policía para espantarlos.

Por aquí y por allá se tropieza uno con instrumental médico de los hospitales: jeringuillas con sus agujas aún colocadas, líneas de suero, torundas con manchas de sangre y pus, bolsas de sueros exprimidos. A todos esos artículos, por el riesgo biológico que pueden representar, debería dárseles otro destino o, al menos, ser más cuidadosos en la forma en que se deshacen de él. Quizá la Bella Durmiente al pincharse con la aguja de la rueca no cayó en un sueño eterno, sino que se contagió con los males que pueden crecer hombre adentro. No dejemos las “ruecas” tiradas por ahí al desparpajo. 

Podríamos contar la historia de Matanzas en estos últimos 21 años con la basura acumulada en Quintanales Final. Si escarbáramos en las capas y capas que repletan la cantera, hallaríamos cajas de jugo cuyas marcas ya no se comercializan en Cuba hace tiempo por incumplimiento de contratos, nasobucos desechables de la época de la pandemia de la covid-19, viejos billetes de CUC de antes del reordenamiento, potes de Micocilen de cuando aún lo producían.

El hombre, como mismo las ciudades mudan de piel, se desprende de lo inservible, de lo gastado, de lo roto. No obstante, lo que queda de ello también se lleva una parte de nosotros, aunque no nos guste aceptarlo; porque sencillamente la basura nos recuerda lo que fuimos y ya no somos: lo desechable, lo podrido, lo dañado. Entonces, esquineamos todo en un área alejada, fuera de nuestra vista, digamos que en una vieja cantera. 


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