El Cinematógrafo: Longlegs, entre el terror y el true crime

Longlegs, entre el terror y el true crime

Vestigios de El silencio de los corderos y las inquietantes puestas en cámara de Mindhunter son las características principales de Longlegs, la película de Osgood Perkins que mantuvo al filo de la expectativa a cinéfilos de todo el mundo.

Con esta introducción hago un resumen ínfimo de la esencia que tiene la manufactura de Perkins, que, dando paso a mi cinefilia más descarnada, se convirtió de facto en parte de una sesión doble que integra junto a otra igual de escalofriante y mediática: Alien: Romulus.

Pero aquí estamos para hablar del asesino Longlegs (Nicolas Cage).

El miedo es su principal arma, el trauma es la cicatriz que utiliza para recordarle a la inspectora que él aún está vivo, que la observa. Aparenta la imagen de un hombre pálido, de brazos y piernas largas, pelo desorganizado y mucha base en su rostro. Pareciera Bette Davis en What Ever Happened to Baby Jane?, de Bob Aldrich. Longlegs se mueve en silencio, entre la oscuridad y tu casa: la primera es su aliada, un mantra que le viste para acercarse a ti y provocar todo tipo de pesadillas; mientras, tu casa, tu refugio, es para él un laberinto que se va aprendiendo de memoria con cada paso que da. Nunca jamás sabrás si está cerca o lejos.

Los recuerdos del pasado, una vida llena de bajas expectativas y las ganas de atrapar a un asesino en serie. Esos son los factores que conforman la vida adulta de la inspectora Lee Harker (Maika Monroe) en su cruzada por atrapar al asesino atemporal conocido como Longlegs. En una clara referencia a la histeria satánica estadounidense de hace unas décadas, el modus operandi de ese señor combina el satanismo con la manipulación. Es una persona destrozada por eventos pasados que ha encontrado paz en el Diablo.

La película es una mezcla del true crime moderno y atractivo (True Detective, Memories of Murder, Mindhunter) con el oscurantismo familiar de Rosemary´s Baby. Una combinación que, como si fuera un péndulo, se mueve entre ambos géneros, creando así algo casi imposible de clasificar. Esto último tal vez no sea siquiera necesario, el cine es una experiencia colectiva que nos afecta por dentro y por fuera. La fusión existe porque el cineasta es mago, se mueve entre la psiquis humana de la razón (la inspectora) y la locura (Longlegs), homenajeando así a Clarice y Hannibal Lecter, pero creando algo nuevo en el camino.

Longlegs, entre el terror y el true crime

He ahí su mayor virtud. La habilidad con que se mueve en un mar de ojos. Mi consejo es verla sin tener una imagen preconcebida de su estilo. Sentir cómo pervierte la oscuridad que nos rodea, cómo utiliza un interrogatorio para transmitir la normalidad del policiaco, interrumpida por la falta de raciocinio del asesino. Cómo guía a los personajes por sendas que no son necesariamente las más cuerdas.

Los seres humanos del siglo XXI nos hemos obsesionado con el true crime. Conocer y reconocer asesinos seriales fue una droga de los años 70 y 80 que no encontrabas en las discotecas, la encontrabas en la sala de tu casa. En la televisión, los noticieros empezaron a cubrir historias de hombres aparentemente normales que vivían la adrenalina de cercenar la carne, asfixiar a sus víctimas, violarlas, torturarlas. Eran segmentos que aterraban a todo un planeta, aumentaban los ratings y le hacían ver a toda una especie los límites del dolor. Límites frágiles para aquellos dispuestos a romperlos.

Hitchcock lo hizo con Psycho. Llevó al asesino a una pantalla gigante, en blanco y negro fue como toda una audiencia presenció los últimos suspiros de Vivien Leigh. Se convirtió en una femme fatale derrotada por el tiempo, el lugar y el guion. Una infiltrada en el Motel Bates, una peregrina que después del arrepentimiento comienza un viaje de redención. La madre de Norman Bates nunca supo del robo o la culpa que sentía. Como si fuera un profeta, Hitchcock la apartó de la historia con un lápiz que parecía un cuchillo.

Él sabía que Norman Bates llamaría la atención, ya había probado con La ventana indiscreta el voyeurismo inherente de la humanidad. Y lo utilizó a su favor. Travestido, desorientado, derrotado y loco, así fue cómo Anthony Perkins le daba vida a un personaje que se volvió parte del séptimo arte, y lo cambió para siempre. El lodazal de muerte y putrefacción fue descubierto y las cadenas de la justicia le dieron paz a los cadáveres que descansaban alrededor del motel.

David Fincher también está obsesionado con los asesinos. En 1997 dirigió Seven, años después haría lo mismo basándose en un caso real y en sus recuerdos de infancia. Traería al asesino del Zodiaco a las salas de cine; ya que nunca pudo ser atrapado, que al menos la gente pudiera entender cómo una generación desesperó y sucumbió ante un hombre que amenazaba con matar a niños en el autobús de la escuela.

Longlegs, entre el terror y el true crime

De Fincher a Hitchcock, remarcando el estilo de cada uno se puede decir que el primero apuesta por el realismo, por la violencia y su repercusión, porque la película acabe contigo y no al revés; el segundo utilizaba el suspense a su favor, quería impresionar, quería utilizar perspicazmente cada sonido, cada plano, cada composición. El maestro había divisado el fin del cine clásico y el nacimiento de histriones marcados por pulsiones asesinas.

Perkins no reinventa la rueda, y no creo que ese haya sido su objetivo. Como todo buen cinéfilo, creo que se imaginó toda una vida dentro de su cabeza y no tenía más lienzo que su cámara. Rostros inacabados, muñecas que caen en las manos de seres macabros, la vileza humana en busca de cualquier grieta por la que meterse.

Así se trazó una historia que pide ser vista a gritos. Una historia de horror que sabe qué le interesa al público y le castiga por ello, por acercarse demasiado al abismo.

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Sobre el autor: Mario César Fiallo Díaz

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