El poder del perro

El poder del perro

El cantautor Joaquín Sabina, un dador de filosofía tan válido en nuestro tiempo como Platón en el suyo, ha hecho referencia alguna vez en sus declaraciones a lo que siente por los perros y los gatos. Muy diferente su percepción de cariño hacia unos y otros: por lo altivos que son, y lo poco sumisos que reaccionan al maltrato, prefiere a los felinos.

Por supuesto, esta diferenciación no es gratuita en ningún sabio. Va acompañada de segundas lecturas, de una evidente experiencia en la vida, que se complementa con la interacción entre seres humanos. Esa especie tan compleja que a veces se cree desligada del mundo animal, cuando en realidad tiene en este las raíces de sus instintos.

Entre nosotros mismos hay perros y gatos, en términos de comportamiento, según la forma de ser de cada cual. Respeto, admiro e intento reproducir a los segundos, pero los primeros me producen una simpatía mucho más interesante. Quizá porque todos, alguna que otra vez, hemos sido perros por voluntad propia, por el afecto ciego hacia quien nos quiere poco o mal.

Desde fuera da cierta rabia, frustración, impotencia, cuando vemos a alguien sometido al círculo vicioso de regresar donde ha sido emocionalmente pateado. Desde dentro, aunque no alcance para justificarle, siempre conmueve tratar de entender por qué lo hace, qué ve en especial para volver, qué le motiva a seguir siendo fiel a la fuente de sus miserias.

Lo anterior vale para una serie de esquemas: relaciones amorosas, familiares, laborales, de amistad o conveniencia, y como esquemas al fin, resultan muy fáciles de simplificar. Sin embargo, lo fascinante, lo difícil de asimilar, ocurre en el plano íntimo, cuando una de las partes obvia conceptos como dignidad, orgullo y autoestima, porque prefiere retomar el contacto que le hace feliz.


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Aunque no lo entendamos, aunque le aconsejemos cualquier otra vía menos esa, simplemente le hace feliz. Pienso en los casos tal vez menos drásticos, pero esta clase de relaciones entre dominado y dominante pueden acarrear consecuencias tan drásticas como el maltrato más explícito o, en última instancia, la completa despersonalización del individuo que cede.

Para quien padece esa clase de dependencias, importan más los detalles que otros desconocemos. Los casi siempre escasos momentos de armonía, sin asomo de turbulencia, o la simple concepción de la lealtad como un deber por encima de todo desprecio, le alcanza para anularse a sí mismo como persona y reestablecer lo ya vivido y sufrido. Reinicia la confianza perdida, o eso cree. Borrón y cuenta nueva, o eso cree. 

Curioso es cómo a veces la otra parte se resiste a ello, intenta aclarar las condiciones una y otra vez para no pecar nuevamente de posesión o condicionante, pero la lástima, el conformismo o la costumbre propician el feliz retorno de quien no es feliz al vínculo que le provee de (in)felicidad.

Así de contradictorios podemos llegar a ser en determinadas situaciones a lo largo de nuestra existencia. Y, relacionándolo de nuevo con la comparación de Sabina, creo que hay quien se inocula a tiempo un poco de actitud gatuna y puede superar los abismos de desamor propio en los que ha caído.

A otros, en cambio, a juzgar por su pasividad o su propensión a la recaída, no les queda otra que emular lo mejor posible ese poder insólito que no todos tienen, esa extraña mezcla de fortaleza y sumisión. El poder del perro, de toda la vida.

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