El Cinematógrafo: Los ojos de Bette Davis
¿El videoclip es cine? ¿Tanta altura alcanza ese género “menor” del audiovisual? ¿En serio da para más, un mero vehículo promocional de cantantes y empresarios? Me temo que, en muchas ocasiones, sí. Cuando se elige bien dónde mirar, podemos toparnos con magníficas puestas en escena que trascienden su duración y su condición comercial, aunando en pocos minutos mayor interés y cinematografía que numerosas películas largas.
Los hay que no solo poseen influencia del séptimo arte, sino que se funden con él y lo prolongan, lo complementan. Se atreven a comprimir una película, genuina y elíptica, en acompañamiento a una canción. Crean una nueva obra al margen de la sonora. Que igualmente sea imperecedera, que tenga valor por sí misma, que nos entre por ojos y auriculares a la vez para conformar un ente artístico más.
Bette Davis Eyes no solo es un perfecto ejemplo de lo que acabo de exponer, sino mi posible favorito si me obligan a elegir uno que llevarme a la tumba. No ya porque la canción homónima me parezca grandiosa y esté ligada a mis gustos personales (adoro a Bette Davis, adoro los 80, adoro las voces roncas como la de Kim Carnes…), sino porque su contraparte visual es tan audaz, penetrante y prodigiosa como la musical.
Es del 81. Faltaba un poco para ese Thriller de más de 10 minutos, con el cual John Landis sacó aún más brillo a la estrella de Michael Jackson y revolucionó un mercado no siempre igualado en calidad. Aun así, en el trabajo del australiano Russell Mulcahy (pionero de MTV, autor de otros clips para gente como Duran Duran o Elton John, director de la apoteósica Los inmortales) es evidente la madurez progresiva de un género que, gracias a visionarios como él, ya no iba solo de filmar a gente cantando en un estudio. En Bette Davis Eyes había más, mucho más, y lo sigue habiendo.
La primera gran suerte de este producto es su banda sonora, su razón de ser. La melodía y la letra creadas por Donna Weiss y Jackie DeShannon nunca han sonado mejor, ni antes ni después, que con Kim Carnes. Se produjo una simbiosis inigualable entre la canción y la artista que solo alcanzaron la plenitud una junto a la otra, con video o no. Un embrujo gutural, con las cuerdas vocales en rojo, atraviesa el humo de cigarros en un bar imaginario y reivindica la sensualidad femenina, a las chicas de antes, a las chicas de ahora, cada vez que volvemos al segundo cero en el reproductor.
Luego tenemos el elemento fílmico, presente a lo largo del track mediante referencias a la Harlow, la Garbo, la Davis, y esa cosa tan común de idealizar, de comparar con rostros bellos y famosos el quizá menos bello y famoso de la persona que adoramos. Idolatrar de cerca en ella lo que de lejos no podemos con las famosas de los medios, de las revistas, de la pantalla. Aunque juegue con nosotros. Aunque sea consciente de lo pequeñitos que nos vuelve en la palma de su mano. No importa, puede hacer lo que quiera porque “she’s got Bette Davis eyes”. La seguiremos deseando con toda la fuerza del espectador frustrado.
Precisamente el mayor acierto a la hora de asumir el video fue dotarle de esa aura de celuloide. Si eso no es reconocer que el medio es el mensaje, no sé qué diría McLuhan: los decorados se nota que son decorados, los disfraces se nota que son disfraces, todo lo domina ese toque naif con el que algunas funciones se nota que son funciones. No hay la menor intención de esconder el goce de filmar. Al máximo está aprovechada la oportunidad de dedicar cámaras y luces a una canción que en el fondo contiene cámaras y luces.
Lo que pueda haber de doble lectura en el Bette Davis Eyes de Mulcahy, que no es por ello inaccesible ni mucho menos, en todo caso reside en su trama. Sí, pongámonos extremos: hasta una trama podemos establecernos en la cabeza, por más que su exposición parta del propio lenguaje de los planos y no de pistas derivadas de la letra. Es decir, texto aparte, la creación en imágenes da un sentido original al material. Simbólico, intrigante, en clave. Ese añadido no existiría sin el lenguaje cinematográfico, solo cabe dentro de su expresión.
Compuesto por una setentena de planos, arranca con uno en sensual movimiento que se acerca, con timing casi de terror, a una esfinge tapada por un velo negro. Es Kim, en pose de leona de la Metro, como pronto nos revela el encuadre más cerrado donde se descubre el rostro y canta la primera línea: “Ella tiene el pelo dorado de la Harlow…”.
Gafas de sol, el rubio platinado por los reflectores, la voz agrietada de tantas madrugadas. Un plano hecho para enamorarte por siempre de las rubias con gafas de sol. Y al fondo, por si fuera poco, la inquietante sombra de Bette Davis. En situación de melodrama, agitándose el pelo, sosteniendo un cigarro. Solo falta escuchar el eco de “¡Qué pocilga!”, “Esta va a ser una noche movida” o cualquiera de sus frases emblemáticas.
Hemos entrado a un mundo con alto sabor vintage y estética expresionista. El espacio se impregna del poderío de Mulcahy, tan reconocible aquí como en Total Eclipse of the Heart (otra gran película de pocos minutos). Algo así como si estuviese a punto de desatarse la lujuria en el set de Frankenstein, es lo que se siente. Sobre todo cuando hacen aparición los bailarines, ese ejército de revividos del backstage, estatuas de cera que cobran vida al son de la canción que los despierta.
Árabes, geishas, gangsters, payasos, cortesanos, Valentinos y Baras, todos vestidos como personajes de Cecil B. DeMille, se sacuden el polvo del olvido mediante el baile, la celebración ritual por una oda al cine. Al mundo en que habitan, en cuyo blanquinegro pasado permanecen cautivos como criaturas inmortales. Liderados, al menos en este set, por la volcánica actriz de Jezabel y Eva al desnudo. La Reina de Hollywood, como no en vano la llamaban, para hacer andar a su ejército danzario usa como médium a la señorita Carnes, la bella ronca engalanada como Tár al frente de una orquesta pirata.
Así, mientras las palabras advierten sobre una femme con más de un fan fatal, que “te provocará, te inquietará” con su suspiro de Greta Garbo, que “es precoz y sabe lo necesario para sonrojar a un profesional”, las imágenes no paran de atraerte hacia ella. Aunque no la veamos, y tengamos que conformarnos con su ambigua descripción y la sugerencia de Bette Devis en silueta contra una pared. Quizá no somos dignos de verla. La propia Kim Carnes se oculta la vista tras su mano enguantada en ocasiones que pronuncia “… Bette Davis eyes…”.
Los bailarines se abofetean entre sí con el histrionismo de una diva, palmean el suelo al compás de la percusión, se entregan a la danza orgiástica y vampírica, dejan correr su erotismo bajo las capas de maquillaje y telas en que viven sepultados. Al final, en una oleada rítmica de tambores y pasos de baile, reptan como muertos vivientes en dirección a Carnes, que se aleja e intenta protegerse con un gesto que confunde el signo de la cruz con una bofetada. La sombra de Davis, entretanto, se asoma burlona en divisiones de pantalla a lo Brian de Palma.
En su último plano de cuerpo entero, la cantante lanza su fallido conjuro a la par que el “She’s got Bette Davis eyes” más bonito en cuanto a vibración y calado. Tras un par de frames de los bailarines (dos de los más logrados), solo la volveremos a ver cubierta por la tela negra. Igual que cuando empezó todo. Solo que esta vez con la cámara en retroceso, y la sensación de que lo antes visto fue su iniciación en el mundo de las estatuas de cera. El advenimiento de una más, dentro del vetusto, elegíaco y todavía imponente star system de los olvidados, de los que vendieron su alma al cine.
Su posición parece privilegiada. Es la de la esfinge que custodia el descanso de los dioses en crepúsculo, más cerca de la sombra de la Reina que ninguno, bajo los fogonazos de luz que Mulcahy diseña como relámpagos y la penumbra azulada de un Hollywood con demasiados fantasmas.
Semejante destello de talento, de creatividad y belleza, dentro y fuera de su tiempo es, como diría Martin Scorsese, cine. Otra forma de cine, cuyos continuadores han de venerar como un enamorado a su amada, como un director a su musa, como un espectador a lo que le estremece y emociona. Una obra de arte atravesada por la mirada del adiós.