Durmieron con los datos puestos
En vez de la épica (y triste) expresión “murieron con las botas puestas”, sería bueno adjudicar una más feliz, quizá “durmieron con los datos puestos”, a esa gran masa de pleno verano, principalmente jóvenes, que nos acostamos y nos levantamos en “modo celular”.
Lo mismo una descarga de Telegram, que una charla vía Whatsapp desde otro lugar del mundo, o una simple conversación hasta el amanecer entre seres humanos que se van enamorando desde la distancia; son muchos los motivos, todos válidos en su contexto, que pueden congregarnos detrás de la pantalla en horas comúnmente adscritas al descanso.
Muy lejos de hacer una moralina en el estilo “ahorren los datos, para que no gasten tanto” o “de madrugada hay que descansar”, mi rol dentro de este fenómeno es el de uno más. Un advenedizo si se quiere, pues, normalmente poco asiduo a las redes sociales y a la adicción que provocan, últimamente me veo cada vez más inmerso en su vorágine y en sus consecuencias.
Jamás las he satanizado, en primer lugar. Las considero un terreno igual de provechoso para el responsable, como peligroso para su opuesto; cada cual hace un uso de ellas acorde a su personalidad y, por ende, a todos nos conviene disfrutarlas con la misma precaución con que recorremos las calles a diario.
De hecho, con el tiempo me convenzo más de que el peligro nos lo provocamos nosotros, esos seres adyacentes a ellas. Tanto el que se entrega sobremanera o el que pregunta demasiado desde la oscuridad de un perfil dudoso. Por algo hay expertos en ciencias de la información en cuyas declaraciones solo les falta echarse las manos a la cabeza cuando se habla de este tema.
No obstante, por simplificar el análisis al menos en uno de sus puntos más evidentes, esta vez preguntémonos si no nos estamos pasando de nuestra propia raya, la que demarcan nuestro cuerpo y psique. Si por abuso de las redes hemos dejado de lado en los últimos días a quien nos acompaña en la cama; si por no apartar el móvil comemos más ansiosos y la cena (quizás escasa, para colmo) no entiende ya de buena digestión; si el deseo incontrolable de revisar mensajes nuevos se ha convertido en despertador y cada vez suena más temprano.
Todo ejemplo es admisible, pues toda persona cae a su forma y ritmo bajo el influjo de una tendencia. Ni siquiera la mensajería más tradicional vertebra este fenómeno: véase cuántos priorizan los reels o los posts, y la cuenta será abrumadora.
No es que ellas hayan pasado a dominarnos, como el fatalismo tienta a decir: nos hemos dejado de dominar a nosotros mismos, y ya luego ellas han tomado el control vacante, porque solemos recibir sin reservas aquello que nos provee con facilidad de un variado contenido (coloquial, humorístico, ideológico, sexual…) y no nos exige movernos. Ya desde el pasado siglo los estudios de las comunicaciones de masas se centraban en las similares consecuencias de la televisión a partir de su auge.
Determinados fenómenos, por distintos medios, nos repercuten de modo similar aunque cambie el canal a través del cual se manifiestan. Y si la afición desmesurada del ser humano hacia una pantalla pequeña resultó preocupante décadas atrás, no menos lo es ahora, incluso con una pantalla aún más pequeña y con un apego aún más excesivo.
No es posible que mi tutorado de la universidad apenas se concentre en el estudio por estar prendido a su smartphone, ni que las visitas intrafamiliares se vuelvan un parque de conectividad, ni que un cansancio descomunal me haya inspirado a escribir esto por una sobredosis de reels. Más horas de comunicación entre usuarios no pueden significar más horas de incomunicación entre cohabitantes del mundo tangible. Y mucho menos una madrugada en vela, de preámbulo al amanecer de los muertos vivientes: los que durmieron con los datos puestos.