París 2024 le ha devuelto la emoción a muchos cubanos. Dentro de la habitual vorágine en la que nos vemos envueltos que muchas veces se diluye en la cola del pollo, agenciárnosla para terminar el mes con un modesto salario o correr tras el escaso transporte urbano existente, no son menos los que han perdido la capacidad de emocionarse.
Hablo de esa agitación que eriza la piel, que te hace saltar las lágrimas o gritar frente a una pantalla como si quien luchara, saltara o corriera pudiera escucharnos en la Ciudad Luz, del otro lado del mundo.
París nos ha puesto a soñar; y aunque a veces nos mostremos inconformes con las discretas actuaciones de algunos de los hijos de esta tierra o les exijamos en demasía, el solo hecho de vernos representados en la cita de los cinco aros es suficiente para creer que pueden vencer cualquier obstáculo y regalarnos una alegría más.
Precisamente emocionar es una de las virtudes que tiene el deporte y los Juegos Olímpicos son ese espacio que cada cuatro años nos permite admirar a los mejores atletas del mundo en las diferentes disciplinas deportivas. Hombres y mujeres que aspiran romper sus propios récords y conquistar el Olimpo.
París ha sido el volver a desvelarse en una calurosa madrugada, no por un apagón, sino para ver competir a los nuestros. El hacer una pausa en el trabajo diario para no perderse una pelea, el lastimarse las manos y la garganta ante los feroces gritos que no dejan morir la confianza en que pueden hacerlo mejor. O el reunirse frente a un televisor para admirar a Mijaín López, el hombre más fuera de serie del mundo, conquistar su quinto título olímpico y retirarse invencible.
Estos Juegos Olímpicos han sido un verdadero test de cubanía. Sin importar donde nos encontremos, quienes de verdad se sienten cubanos han podido disfrutar los logros de aquellos que se formaron aquí y hoy defienden las banderas de Chile, Azerbaiyán, Portugal o cualquier otro país. Porque eso también es esta Isla, un puñado de hermanos en busca de oportunidades alrededor del mundo.
La emoción no cabe en el pecho cuando se presencia el combate de la primera medallista olímpica en la lucha femenina cubana, o cuando Erislandy regala una demostración de lo que es boxear con agilidad y pegada. Es imposible no remar junto a Yarisleydis Cirilo y tratar de descontar puntos junto a Rosillo o a Orta, para que no se les escape el bronce, porque ya el oro les resultó esquivo.
París también nos ha regalado las más espectaculares imágenes y los más entrañables gestos. Desde la propia inauguración en que Celine Dion dio una magnífica demostración de lo que es sobreponerse a su enfermedad y cantar un tema de la mismísima Edith Piaf, se auguraba que esta sería una cita sin igual.
Estos recién finalizados Juegos Olímpicos nos dejan el sabor agridulce de que la delegación cubana no haya igualado o superado actuaciones anteriores, al menos en cuanto a medallas. Aun así, nos han hecho temblar, reír, maldecir o llorar.
París nos ha dejado eso, una pausa en el empedrado camino cotidiano, la confianza en lo que inspira, la unidad en torno a un mismo anhelo, el sentimiento de nación y el orgullo de ser cubanos y unirnos por una causa común a pesar de las diferencias.
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