Desde la distancia, de La Raspadora solo se aprecia la frondosidad de las copas de los árboles que intentan proteger del fuerte sol y las miradas indiscretas las humildes casitas diseminadas como al azar, en una especie de caos urbanístico.
Las moradas fueron surgiendo según la urgencia de sus habitantes. Donde hallaron un espacio yermo a orillas del camino, allí mismo las erigían; solo por la fuerza de la necesidad podrían llamarse hogar.
Pero más allá de los rasgos hirientes que siempre caracterizan a determinados asentamientos nacidos de mal parto en la periferia del mundo, La Raspadora posee un punto de referencia muy singular y que se advierte desde varios ángulos de la ciudad: la vieja edificación que le dio nombre a la localidad hace casi un siglo, y que podrá describirse según el ánimo del observador, porque el inmueble que sobresale a kilómetros lo mismo asemeja un castillo medieval que un almacén desvencijado.
Lo cierto es que se trata de una de las estructuras más distinguidas y enigmáticas de esta urbe, hacia donde todos han mirado alguna vez, sin sospechar que también son observados. Muchos ni imaginan cómo fluye la existencia humana allí, o tan siquiera si la habitan; solo saben que hace tiempo está ahí, imperturbable, viendo las décadas pasar.
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De La Raspadora todos se crean una idea preestablecida, aunque no muy alejada de la realidad. Y es que, como todo barrio de esos que llaman “en transformación”, luce sus cicatrices y atrofias que se perciben a simple vista, sin importar la lejanía, por más que la floresta intente camuflarlas.
Ocultos pero punzantes, yacen allí la precariedad, familias disfuncionales, violencia, alcoholismo, y hasta cierto abandono institucional que ha convertido en mal recuerdo aquellas promesas de mejoras que nunca aterrizaron, para hacer más llevadera la vida de estos pobladores.
La carretera asfaltada, luminarias en las principales vías de acceso, un consultorio médico o una bodega son de los tantos reclamos que, aunque bastante postergados, afloran como viejos anhelos de una de las circunscripciones del Consejo Popular Playa.
La Raspadora cuenta con tres vías de acceso: un camino que la enlaza con el barrio La Violeta; un viejo sendero a través de la línea de ferrocarril central; y una carretera casi vertical que aparece abruptamente al atravesar un túnel.
A medio camino del empinado trayecto, un centenario jagüey brindará al visitante el primer saludo y la ansiada sombra. Aferrado a los riscos, sus raíces y tamaño advierten que siempre estuvo allí, cuando la zona no era más que una terraza con grandes cultivos de henequén.
Fue esta planta la que propició el desarrollo de la zona, cuando a principios del siglo XX crearan una industria para procesar las pencas cultivadas. Así surgía la emblemática edificación y las primeras viviendas de los trabajadores agrícolas de la fábrica La Jarcia.
Entre la floresta y el caserío destaca la antigua fábrica, allá abajo, que como vientre nutricio gestó el nacimiento de toda estructura y camino que la circundan. Cuentan los mayores que por esos trillos se tendían las líneas férreas por donde transitaban pequeños vagones que permitían el trasiego de henequén entre las áreas de cultivo y la vieja industria procesadora, en la cual se raspaban y deshilaban las pencas.
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La Raspadora ofrece una de las vistas más hermosas de la ciudad. Algunos lugareños aseguran que años atrás se valoró convertir el paraje en un centro turístico, y hasta comentan con orgullo algo infantil la presencia de turistas y entusiastas fotógrafos para admirar la inusual perspectiva de la bahía.
Pero el tiempo siguió su curso y el proyecto de desarrollo no fructificó, según el joven Raúl Hernández, quien fungía como delegado de la Circunscripción en ese momento. Rememora los continuos recorridos y las reuniones, donde al parecer era mayor el entusiasmo y ese voluntarismo tan nuestro que se estrella con la realidad objetiva dejando muchas obras inconclusas, y otras sin siquiera comenzar.
“Como esta área forma parte de una de las mesetas de Matanzas, se ideó levantar allí un mirador y un complejo turístico. La iniciativa prendió en los estudiantes y profesores de la Universidad de Matanzas, quienes empezaron los estudios y las visitas; sin embargo, eventualmente, el proyecto se engavetó”, refiere Raúl.
Como aspecto positivo de aquel entonces, menciona el férreo control ejercido contra las construcciones ilegales de viviendas. Medidas que luego, reconoce el otrora delegado, dejaron de aplicarse.
Sentado en el portalón de su casa, una antigua oficina de los administrativos de la industria, recuerda el pasado idílico cuando las viviendas no eran tan numerosas, en cualquier mata asomaba una jutía y en medio del trillo uno se podía tropezar con una liebre.
Tras el crecimiento desmesurado de viviendas, desaparecieron estos animales, y hasta los de corral. Bien lo sabe el veterano Julio Enrique De Sol, quien, con 83 años de edad, fue uno de los primeros moradores que aquí se asentaron hace más de medio siglo.
Al crecer el barrio, junto con el índice poblacional se diseminaron varios males que le aniquilaron las vacas y los cerdos que el veterano se empeñó en criar, hasta que la dura realidad del hurto y sacrificio le hizo desistir de la crianza de animales.
Hoy solo conserva unas gallinas que escarban en el suelo bajo un almácigo que colocó en la tierra, mucho antes que los propios cimientos de la casa en que vive.
Cuando decidió construir su vivienda, había unas 10 en la zona. Como trabajador de la Jarcia, dedicó parte de su vida a la recolección de pencas de henequén. Entonces, numerosas hectáreas del cultivo cubrían las mesetas que se extendían hasta la finca Campanería, próxima a Gelpis.
Aunque la imposibilidad de criar animales le entristece, se siente reconfortado por la compañía de su hija y la fiel presencia de su perro Campeón, siempre atento al mínimo movimiento de su dueño para mostrarle su cariño con el revoloteo de su cola.
Al llegar allí, erigió su vivienda en el punto más distante del asentamiento y echó raíces como las de su viejo almácigo. Él cree que, pese a los problemas existentes, es un buen lugar para vivir y envejecer.
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Hace cuatro lustros aproximadamente construyeron el túnel que permite o limita, según se mire, el acceso a La Raspadora. Si bien la empinada carretera está asfaltada hasta un punto, la angosta armazón impide la entrada de camiones y guaguas. A ello se suma la ausencia de alumbrado público en ese tramo inicial, donde han ocurrido varios asaltos a mujeres en horas de la noche, según afirman los habitantes. Lo cierto es que la abundante maleza a orillas de la carretera y bajo el amparo de la más absoluta oscuridad, cualquier maleante se puede parapetar.
Es ese de los más recurrentes y envejecidos planteamientos que la actual delegada de la Circunscripción # 87, María Morejón Crespo, conserva en su agenda. Para los más de 500 pobladores que representa, resulta uno de los principales problemas, junto al estado de la carretera interior de la comunidad y la construcción de una bodega.
Desconoce si cuando inicie el proceso de rendición de cuentas tendrá alguna respuesta favorable. Por lo pronto, sí es consciente de que no están tan olvidados como muchos pensarían, porque recientemente, de conjunto con la trabajadora social, entregaron una veintena de colchones, y en otras ocasiones las personas vulnerables han recibido camas, fogones y ventiladores.
Sin duda, se trata de acciones concretas que muestran que los factores del Gobierno se ocupan de las problemáticas sociales acumuladas, aunque a veces no con la prontitud necesaria.
Exigir por un consultorio médico en la “Loma” no es un capricho, más bien una solicitud imperiosa, como lo advierte Santa Leyva Ramos, quien no comprende cómo a su esposo enfermo no lo visita el personal de Salud con la frecuencia requerida.
Desde que sufriera isquemia cerebral, perdió la movilidad y el habla. Muchos han sido los sobresaltos sufridos por la familia, sobre todo cuando precisan de atención médica urgente. Tiene que procurar a varios vecinos para poder cargar a su esposo hasta un punto distante pero accesible. Si bien agradece los módulos alimentarios y sanitarios que recibe, entiende que la visita de un médico y enfermera se hace indispensable.
Hace muchos años el matrimonio habita, junto a otras cinco familias, la vieja y colosal edificación que tanto identifica a La Raspadora. Aunque ha escuchado que en la ciudad algunos la han bautizado como “La casa de los brujos”, ella siente orgullo de vivir en una estructura tan llamativa de la urbe.
Si no fuera por el techo dañado por el paso de los ciclones, y la enfermedad de su esposo, no escogería otro lugar donde pasar el resto de sus días. Pero los vientos huracanados de un fenómeno atmosférico desprendió unas cuantas tejas, y desde ese momento teme que el daño a la cubierta siga avanzando,como los padecimientos de su esposo.
Para su cónyuge, Raúl Domínguez, la vida transcurre a otro ritmo. Ve pasar los días en el sillón de casa, ubicado frente a una puerta que daba a un balcón que ya no existe. A través de esa abertura en la pared se trasladaban las fibras de henequén hasta el secadero de la Jarcia, mediante cuerdas y poleas.
Apenas logra articular palabras, pero sí mantiene comunicación con su nieta y su hija mediante gestos y algún sonido gutural. Se entrega apaciblemente al paisaje que alcanzan a ver sus ojos. Detiene su mirada en los barcos de la bahía y las altas cumbres que ya sabe de memoria, porque sus 73 años han transcurrido en ese sitio.
Distante de ese paraje, y a la vez tan cerca, queda la gran ciudad. Solo un túnel bajo las vías férreas separa las dos realidades distintas, pero que al final no lo son tanto. En ambos puntos geográficos la gente sueña, ama, los niños juegan a la pelota, y las promesas incumplidas dejan la misma desazón.
Va y más temprano que tarde se concreten las tantas añoranzas, como contar con una bodega, un consultorio y la carretera, para que llegue un poco de luz, sobre todo cuando coloquen el alumbrado público al otro lado del túnel.