Nostalgias de un mochilero: El Paso del Cadete. Imagen generada por IA
Nunca imaginé que mi amigo, el excelente fotógrafo camagüeyano Leandro Pérez, conservara una imagen mía donde no pude ocultar el terror en mi rostro cuando me separaban solo algunos metros para vencer el punto más alto de Cuba: el Pico Turquino. Pero para completar los 1 974 metros, aún debía atravesar el afamado Paso del Cadete, estrecho y peligroso sendero que te mostraba casi con arrogancia la dimensión del abismo insondable al que llegarías tras el mínimo error.
Luego de horas de constante ascenso, ya a escasa distancia para arribar a la meta, al verme frente aquel camino con un farallón a un costado y la nada en su más grande e inquietante profundidad al otro, dudé si era pertinente continuar.
Justo en el momento en que empecé a ajustar los cordones de mis viejas zapatillas, presa del miedo absoluto a las alturas, comencé a escarbar mi mente en busca de los argumentos necesarios para justificar mi repentina decisión de no continuar. Fue en ese instante preciso en que el amigo Leandro notó mi inquietud y oprimió su obturador.
Aunque el miedo a las alturas siempre me ha acompañado, no ha sido impedimento para remontar las lomas más agrestes y empinadas de Cuba. El Paso del Cadete era otra cosa bien distinta.
Desde el día antes de la subida, escuchas hablar de ese sendero peligroso y llegas a creer que el temor y los llamados de atención responden a la necesidad de los lugareños de dotar de cierto halo de misterio a sitios famosos. Piensas que los fallecidos que mencionan solo existieron en sus mentes para alimentar las leyendas urbanas, que a veces sí logran amilanar a más de un integrante de los tantos grupos que intentan subir a la montaña más alta y conocida de Cuba.
Por supuesto que no es necesario que te mencionen las numerosas víctimas de accidentes para que surja un respeto inusual por la montaña. El simple hecho de saber que durante varias horas deberás trasponer decenas de kilómetros en escalada sostenida ya despierta la aprensión, sobre todo en la autopercepción de tus propias condiciones físicas, y la duda razonable de si te alcanzarán las fuerzas para llegar a la cima
Pero lo peor sucede después, cuando aumenta la sensación de que eres invencible ante cada señal que va quedando atrás como anuncio de los kilómetros conquistados.
Cada cierta distancia, a orillas del camino aparece una inscripción sobre una tabla de madera que te informa lo recorrido; no obstante, nada te advertirá sobre el arribo al Paso del Cadete. Aparece de improviso. Sinuoso, hasta con cierta timidez al principio, el estrecho camino va emergiendo como lo que realmente es: un paso infernal al borde de un precipicio.
Cuando finalmente te decides a atravesarlo, intentas aferrarte a los diminutos musgos que crecen en el farallón, las tantas ondulaciones y vaivenes imprimirán en tu rostro la angustia de traspasar esos metros presa del terror. Intentas no mirar al vacío y sigues aferrándote a los helechos y la rala vegetación que se te deshace entre los dedos, desde la infantil esperanza de que te asegurarán si una mala pisada te lanzara al infinito hacia esa otra sima a la que nunca quisieras llegar.
Al culminar el trayecto, todos aplauden; mas ya no te contentará la certeza de que arribaste en la avanzada del grupo al más alto Busto de Martí emplazado en Cuba. Tu mente está enfocada en el regreso a través de aquel sendero infernal del Paso del Cadete.