Una noche con Patricia Ramos y los Rolling Stones

Para nuestra suerte, Patricia Ramos nos ha traído algo en compensación: Una noche con los Rolling Stones, su segunda película. No por la presencia de la banda en pantalla o en el argumento, sino por cómo ha reflejado la cineasta el sentir de aquellas fechas

“¡Yo estuve ahí! ¡Yo estuve ahí!”, no dejan de repetir con orgullo, cada vez que sale el tema, quienes asistieron al histórico concierto de los Stones en La Habana. Durante años, los que no pudimos ir hemos sufrido la envidia sana y la contemplación de esas imágenes de archivo con Mick Jagger masticando el español y contoneándose a sus setenta y tantos.

Pero, para nuestra suerte, Patricia Ramos nos ha traído algo en compensación: Una noche con los Rolling Stones, su segunda película. No por la presencia de la banda en pantalla o en el argumento, sino por cómo ha reflejado la cineasta el sentir de aquellas fechas. Todavía hoy uno se percata de cuán reciente tenemos ese 2016 tan cercano en el tiempo y tan lejano en utopías.

IT’S NOT ONLY ROCK N’ ROLL

Caía el atardecer de jueves, con un arcoiris sometiendo Matanzas bajo su insólita perfección. El Festival Atenas Rock estaba a punto de inaugurarse en pocas horas, con lluvia o sin ella. Patricia Ramos, la directora y guionista cuyo nombre se ha hecho más familiar que nunca, había venido a presentar en el cine Velasco su nuevo largometraje.

Todo parece conspirar contra algunas ocasiones que, lejos de celebrarse con grandilocuencia, solo parecen sobrevivir discretamente al mal tiempo. En este caso, la escasa afluencia de público podía tener diversas causas: el aguacero que apenas cesaba, el andancio que tiene a todo el mundo enfermo, lo inusual de las proyecciones fílmicas en la ciudad, cierto déficit de embullo en la afición, en fin. Pocos pero privilegiados, entre ellos yo.

Nada me iba a estropear mi noche con los Stones, con Lola Amores y su Rita resistente, con Patricia y su mundo a fotograma abierto.

Una noche con los Rolling Stones

La promesa intrínseca en El techo, su anterior film, se cumplía: una mayor producción con cosas que no había hecho antes, como lluvia artificial, fiestas, planos con muchos extra… y, desde luego, una depuración estética y dramatúrgica con notable dominio de la narración. Cuánto me complace hablar de cine cubano en estos términos, sin necesidad de priorizar la prevalencia de un mensaje o contenido de compromiso. Porque tampoco lo hay, solo la historia de una mujer y sus 40 años, y su gente, y su ciudad, y su realidad, y su fantasía.

Mientras Patricia intercambiaba con el público, todavía uno podía esperar cualquier cosa, cualquier clase de película vibrante y opuesta a su estilo sencillo, cuando bajara del escenario, se apagaran las luces y la pantalla a su espalda cobrara vida. Pero en breve comprobaríamos que no, que su manera de rodar es muy parecida a cómo ella misma se proyecta con gestos y voz: directa, modesta, sin estridencias, segura de sí.

Fue solo empezar la película y ya detectaba las vibras de un tipo de cine muy relajado, con el que conecto enseguida, como un trago que se consume despacio y a gusto. Aunque tuviera a Patricia a unos pocos asientos de distancia, no iba a estar preguntándole si tal plano salió por influencia de fulano o aquel en homenaje a la otra. Prefería tragarme mis exclamaciones y reconocer a Agnés Varda por aquí, a Woody Allen por allá, un deje europeo en el conjunto y la sobriedad emotiva de ciertos clásicos americanos.

para nuestra suerte, Patricia Ramos nos ha traído algo en compensación: Una noche con los Rolling Stones, su segunda película. No por la presencia de la banda en pantalla o en el argumento, sino por cómo ha reflejado la cineasta el sentir de aquellas fechas

Los momentos de “reposo”, junto al Malecón o caminando por La Habana, los sentí como propios. Adoro la chispa que obtienen algunos cuando filman la relación entre un personaje y su entorno sin mediación de un punto de vista sobreintencionado, porque simplemente en su día a día tiene que estar parado por ahí antes de doblar por aquella esquina o sentarse a tal hora junto al mar a charlar con su mejor amiga.

Siento que si Patricia (así le digo porque me resulta muy próxima) se tomase la incomprensible molestia de plantar una cámara en mi destino y grabarme conversando con mi socio del alma o mi pareja o mis padres, con un montaje adecuado podría convertir esta existencia tan espontánea y corriente que tengo en otra delicia de puesta en escena. Haría otra película natural, pero no espontánea. Accesible, pero no corriente.

Por supuesto, salí del Velasco con la sensación de haber vuelto a un género muy específico, el del cine cubano, de donde te retiras casi siempre portando una balanza de esperanza y tristeza. Hacia una u otra se inclina, en dependencia de la mirada que retengas, de la escena en la que pienses.

Quizá por la calle mojada o la brisa húmeda que atravesaba el Parque de la Libertad, más que suficiente para sentirme en mi salsa sentimental, durante un buen tiempo daba un paso esperanzado y otro triste. Lo de los Rolling Stones ya no tiene remedio, pero por lo menos supe que en todo este tiempo no me he perdido Cuba.

Esa es la compensación que brinda Patricia Ramos en una película que, contraria a su título, no trata de una noche ni se queda en una noche. Se trata de siempre, y por eso quedará para siempre.

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