El rocanrolesco viaje para ver a los Rolling Stone

El rocanrolesco viaje para ver a los Rolling Stone

Concierto de los Rolling Stone en Cuba. Fotos: del autor.

¿Qué sabes tú de la desesperación, Jagger? Mientras despertabas en tu hotel a orillas del malecón de La Habana, yo caía en la desesperanza más absoluta. A esas horas de la mañana, el viaje que planificaba hacía más de dos semanas para asistir a tu concierto, el primero de los Rolling Stone en Cuba, se había ido al garete. El Ira y el Leo me llamaron para decirme que se complicaron. Y te oía, cabrón, te oía dentro de mi cabeza como cantabas “You can’t always get what you want” (No siempre puedes obtener lo que quieres). Yo encendía un cigarro tras otro, y me salía humo de las orejas, no sé si de tanto fumar o de quemarme el cerebro para buscar con quién y cómo irme para La Habana.

Y mientras tú, parado en el balcón de tu habitación, contemplabas la bahía habanera, yo agarraba el teléfono y llamaba a todos los contactos que sabía que iban al concierto. Te explico que de Matanzas, donde yo vivo, a 120 km de la capital, salieron guaguas repletas para constatar si todavía podías cantar sin un suero en vena. Leí en algún artículo que parte del éxito de los Rolling Stone en los últimos años es que nadie sabe cuándo se van a morir, ni cuál será su último concierto, y esa levedad de la vida tan descarnada llenó Transmetros, Aspirinas, Yutongs, almendrones, Ladas, Geelys.

Otra cosa, Mick: en ese momento no había planes de telefonía móvil. Nos desangrábamos por los oídos si queríamos decir hola y adiós, o saber por la salud del gato, o por las pastillas de la abuela, o sencillamente si llamábamos a las tres de la mañana para decir “te extraño”.

Me quedaba de saldo 1 CUC. Hablé con el Boris y me dijo que en su guagua no cabía una mosca: 0,86 CUC. Cecilia aseguró que me averiguaría, pero que también había resuelto en último momento: 0,53 CUC. Tú me cantabas “Let it bleed”, y yo: “Cállate, Mick. Déjame pensar”. Llamé a varias personas más: 0,27 CUC, 0,15 CUC, 0,08 CUC. Todos, absolutamente todos, me comentaban lo mismo. Los aeroautobuses para llegar al San Pedro’s Gates no se conseguían de un instante a otro.

Entonces me derrumbé, me derrumbé por completo. Fumé hasta casi dolerme un pulmón. El teléfono en la mesa y yo con los ojos pegados a él, como si la intensidad de la mirada fuera un catalizador de milagros, pero Mick, no sonaba, carajo… Hasta que sonó.
“Oye, me descompliqué, —me dice el Leo del otro lado de la línea—. Hablé con el Ira. En media hora nos vemos”.

Para mis adentros canté: “You can’t always get what you want, but if you try sometimes you find, you get what you need” (No siempre puedes obtener lo que quieres, pero si a veces lo intentas, hallarás lo que necesitas).


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II

Mick, el tipo ese me miraba porque dos minutos antes lo había mirado yo. Parecía una señora mayor, como le sucede a casi todos los frikis viejos. Estábamos en un P abarrotado que nos había tragado nada más bajamos del camión de 50 pesos, en el que escapamos de Matanzas.

Ese día en La Habana todos se dirigían al mismo lugar, como si en la mañana les hubiera nacido un vector en el pecho que apuntara a la misma dirección, la Ciudad Deportiva. Todo ocurría en lo que esperabas en el lobby del hotel a que llegara un Chevrolet para llevarte al concierto. Seguro era un Chevrolet del 56, que te recordaba a tu adolescencia, cuando escuchabas un blues de Muddy Waters o de Howling Wolf: una máquina del tiempo dentro de una máquina del tiempo mucho más grande con forma de país.

Pero bueno… el tipo me miraba. El único momento en que paraba de mirar era al empinarse de la caneca de ron. Cerraba los ojos para sentir cómo el líquido le bajaba por la garganta, y luego volvía a mirarme hasta el próximo buche.

No te miento. Mientras él me miraba, yo lo miraba. Lo estereotipaba, lo arquetipizaba, lo volvía el friki viejo platónico de todos esos frikis viejos que había conocido: el padre de mi amiga que escondido en los 80 escuchaba Van Halen en casetes, en medio de su generación que se empalagaba con Pimpinela; o el escritor que se desquita con la nostalgia al poner a un piquete de amigos a escuchar Creedence Clearwater Revival.

En lo que tú conquistabas el mundo con tus pasos extravagantes de baile, aquí la gente se ocultaba en sótanos, en casas apartadas, para escuchar tu música. Algunos decían que era extranjerizante, hablaban de diversionismo ideológico y negaban el carácter universal de la música, cuando te estremece el espíritu y el cuerpo. Mick, y el tipo seguía arriba de mí, porque yo seguía arriba de él: mirada, mirada, buche, mirada, mirada, buche.

Creo que hice tanta empatía con él, porque yo también fui friki; pero a mí me tocó un tiempo suave. Lo máximo que soporté fue que una niña en bicicleta, con cesta de picnic en el timón y pompones en los manubrios, me preguntara si yo me bañaba. Fui feliz, feliz porque conocí gente como yo, gente con la que podía discutir durante toda una noche sobre quién era mejor entre los Rolling Stone y los Beatles. ¿Te digo un secreto? Yo siempre me decanté por ustedes.

El tipo, cansado de mirarme, estira la mano y me ofrece su caneca como un acto de fe, como la comprobación de que conectamos. Yo con un gesto de cabeza le rechacé la oferta. Nunca le quitaría una gota de ron a un tipo que vive un sueño.

III

¿En el Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte todavía hacen picnics, Mick? Es que cuando llegamos a la Ciudad Deportiva eso parecía un picnic gigante, un picnic a lo Festival de Woodstock de 1969, símbolo de la era hippie. La gente sentada en la yerba conversaba, fumaba, algunos se empinaban de pomos plásticos Ciego Montero con un contenido demasiado denso y dorado para ser agua.

El público a la espera del concierto de los Rolling Stone. Fotos: del autor.

Cerca de donde nos ubicamos, había unas farolas viejas y unos niños las treparon y se acomodaron en la cima. Yo enseguida pensé en Korda y su Quijote en la Farola, pero tú no tienes que saber quién es Korda porque la colonización cultural no te lo permite, así que seré breve en la explicación para no cansarte: fue el que tomó la famosa foto del Che.

Seguro no te sorprendía la cantidad de personas que estaban ahí esa tarde noche. En un país de 11 millones de habitantes parecía que toda la humanidad se concentraba en un solo punto; y ese punto, por la densidad de su masa, iba a explotar y crear una nueva humanidad, un big bang rocanrolero. Sin embargo, Mick, no te pongas triste si te digo que la mayoría de ellos nunca oyó “I can’t get no satisfaction”.

Gran parte de los asistentes no quería perderse tal vez uno de los mayores acontecimientos culturales de la década en la Isla. Por ello, en esa masa humana había fans a Chocolate MC, reparteros que se reparten bien repartidos, niños ataviados con marca Vans que le venden el alma a las estroboscópicas luces de las discotecas, trovadictos, bufanderos, raperos, rastafaris y otros, de esos que te dicen que “escuchan de tó”.

Y tú cantabas Angie, Mick. Seguro que no me viste porque yo era solo un punto en tu ángulo de visión. Supongo que en megaconciertos miles de almas se difuminan delante de ti, se vuelven un mar de carne cuyo movimiento recuerda a borrascas y a resacas.

Y tú cantabas Angie y yo pensaba que descubrí el amor con esa canción, que se la cantaba al oído a mi primera novia, y que nos separamos y nunca más la he cantado para nadie. Hay canciones que, cuando se regalan, es de mala educación pedirlas de vuelta.

Y dijiste en un español estrujado: “Yo sé que en un tiempo no nos podían escuchar, pero aquí estamos”, y hubo una bulla como de explosión atómica. Los frikis viejos, esos que se comieron los discos de acetato como chocolate, fueron el núcleo. Se les fue el alma por la boca. Como una onda de choque, todos los demás los siguieron, aunque no supieran de dónde y por qué comenzó.

Presentación de los Rolling Stone en La Habana.

Mick, yo estaba allí cataléptico, convulsionante, alucinado, lobotomizado. Yo, sencillamente, no habitaba mi cuerpo; quizás como la situación inmobiliaria del país estaba tan mala, me había mudado al aire.

Mick, yo estaba allí, aunque no lo supieras, y el concierto acabó y debí dormir en el malecón para esperar a las seis de la mañana y coger una de las primeras guaguas rumbo a Matanzas. Llegué a la casa muerto y medio, pero no importa Mick, porque yo estaba allí, aunque tú no lo supieras.

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