Me levanté el lunes a las seis y media de la mañana para salir temprano del pueblo donde viven mis padres, luego de pasar el fin de semana con ellos. Mi idea era que, con un poco de suerte y teniendo en cuenta los viajes más recientes, máximo en dos horas debería estar en Matanzas.
Mi padre me adelantó en la motorina eléctrica hasta la parada de Coliseo, donde me dispuse a intentar capturar el vehículo que pasara, pero una señora a modo de premonición me contó que estaba ahí desde las siete y que la cosa pintaba bien fea.
Las personas comenzaron a llegar una tras otra y el espacio quedó inundado por una masa de viajeros que veía cómo el sol comenzaba a moverse sobre sus cabezas. Hasta el asistente de transporte cayó en la desesperación y nos dedicó un lapidario: “La cosa está dura, damas y caballeros”.
Frente a nosotros pasaron apenas unos cuantos carros particulares que iban llenos o no tenían intenciones de recoger a nadie. A las tres horas paró un camión de pasajeros repleto a no dar más y, aunque el chofer abrió las puertas para recoger, como nadie salió, nadie entró.
Comencé a divagar sobre el negociazo que debía ser llevar unas cuantas sillas a aquella parada y cobrar el asiento. O incluso instalar un baño móvil, ya que lo más cercano para hacer las necesidades era un platanal. La gente no emprende porque no quiere, las oportunidades están ahí a la vista de todos.
Mis rodillas empezaron a recordarme las tres horas y media de pie y terminé recostado a un poste, mientras intentaba taparme el sol con un cuaderno de notas. Llegado ese punto, algunos de mis compañeros involuntarios de viaje se rindieron y volvieron a sus casas, pero yo tenía que viajar sí o sí.
Después de otra hora, tuve que pedir permiso en el policlínico más cercano a ver si me dejaban pasar al baño; y comerme un pan con minuta acompañado de un guarapo a modo de almuerzo para poder continuar mi espera.
De un vehículo de ómnibus nacionales bajaron dos personas y el chofer se ofreció a recoger dos más, porque no podía llevar a nadie de pie, si no le ponían una multa. El asistente de transporte decidió que por encima de la cola subiera la embarazada que venía acompañada de una niña pequeña, y por suerte nadie se quejó.
A las 12 en punto pasó una guagua roja con un poco de óxido, pero vacía. La multitud corrió hacia la puerta y el chofer pudo cobrar los 10 pesos del pasaje, a duras penas, mientras la gente hacía todo lo posible para subir y terminar con el martirio.
Finalmente, esquivé la cantidad justa de codazos y manotazos para lograr agenciarme un espacio en el medio de transporte. En el momento en que aquel trozo de metal viejo empezó a moverse, todos pasamos página y continuamos con nuestras vidas, como si perder cuatro horas parados al sol fuese la cosa más normal del mundo.
Entonces fue cuando el chofer se volteó hacia nosotros para aclarar que solo llegaba hasta el Hospital Militar y que no paraba en los tramos. Mientras algunos se quejaron por no haber recibido esa información antes de subirse; para mí, que debía llegar hasta el Parque de la Libertad, aquellas palabras fueron la confirmación de que mi viaje todavía no culminaba.
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