La Feria del Libro de Lima me aguardaba. Yo había releído a Vallejo y consultado informaciones para saber qué lugares interesantes esperaban por mí. Estaba ansiosa por pisar la Plaza Mayor y la Plaza San Martin. Quería –oh, cómo no– caminar del puente a la alameda… En mi maleta llevaba camisas blancas y un grupo voluminoso de espléndidos libros artesanales, hechos en Ediciones Vigía, la editorial donde trabajo desde mil novecientos ochenta y nueve.
A Lima arribé con las tripas aun encogidas por el susto en la escala panameña donde el avión, para su aterrizaje, se acercó cada vez más y más al agua mientras las compuertas del túnel parecían abrirse para deglutirnos por entre aquellos tragaderos. No recuerdo bien cómo llegué al hotel, pero sí que estaba enclavado en un espacio tranquilo, sereno. Un lugar sin los movimientos reconocibles en cualquier geografía del mundo y que delatan el apurillo, las caras cansadas y la mirada de agotamiento a la salida del trabajo, pero también la ilusión del regreso a casa. Nada de eso observé. ¿Dónde está toda la gente de aquí? –me pregunté, para luego, cansada por el viaje, olvidarlo. La respuesta la tuve al llegar la noche, cuando intenté localizar un lugar barato donde comer. Allí, a la orilla del pavimento, seductoras, con la tristeza encaramada en tacones altos, bellas limeñas esperaban, esperaban y esperaban… No pude comer, de cada cabellera oscura que se agitaba yo veía desprenderse los jazmines que alguna vez, suponía yo, debieron estar siempre allí. Jazmines en el pelo que, en mi imaginación, acababan destrozados bajo las llantas de los autos oscuros y lustrosos que recogían a las trabajadoras nocturnas.
Aterida, regresé al hotel y pregunté dónde podía comprar un abrigo. Entré a un gran supermercado y allí estaba lo que un inicio debía ser (y luego fue) solo un regalo para mi hija. Ancho y con las mangas bien largas para no perderlo mientras la adolescente se fuera estirando. Con un bolsillo al frente para resguardar las manos, y de color «encubridor», como me había enseñado mi abuela, fallecida más de diez años atrás. Esa misma abuela que en mi infancia, para que yo no anduviera preguntando lo que no debía, no me metiera en lo que no me importaba, no interviniera donde no había sido llamada y, sobre todo, no juzgara con mirada prejuiciosa, a cada rato me repetía: «si usted ve a alguien en pleno mes de julio con un abrigo puesto sus razones tendrá.» Esa era su manera de llamar mi atención y de indicarme comportamientos correctos. Sin embargo, mi imaginación de niña sin primos ni hermanos, de niña que jugaba casi siempre sola, no se detuvo nunca en lo políticamente correcto de su enseñanza, sino que me quedaba durante horas, en medio de los sudores caribeños, devanándome los sesos para tratar de entender por qué alguien querría, en el mes de julio, envolverse en un abrigo. Cerca de treinta años tuvieron que pasar para que aquella niña comprendiera. El entendimiento llegó en los días del mes de julio del año 2002, en Lima, Perú, donde yo, helada, me encogía dentro de un grueso abrigo.
De vuelta al hotel me lancé con desenfreno hacia la ducha más hirviente que puedo recordar. Dejé la puerta del baño abierta para que el vapor impregnara la habitación y la cama estuviera más cálida. Con frío, sin haber comido desde la frugalidad del avión, me abracé al abrigo nuevo de mi hija y me dormí. Cada noche repetía el ritual. Regresaba de la feria soñando con la ducha abrasadora, con el vapor que haría habitable el resto de la pieza y luego me dormía, envuelta en el felpudo protector. Fue mi hija quien lo nombró, a mi regreso. Cuando se metió dentro de él, dijo: «mamá, es como un oso negro». Así hemos seguido llamándole, porque aún existe, más de veinte años después.
Yo me sentía como una atleta de carrera de relevo en unos recién descubiertos Juegos de Invierno porque cuando llegaba al hotel a dormir, a esa hora, otras mujeres comenzaban la dura labor de quitar el frío a cuerpos ajenos. Era eso lo que veía cada noche. Y cada noche me dormía, llena de tristeza, abrazada al oso negro. Lloraba por lo que me rodeaba y lloraba por mis privilegios porque, pese a todo, yo tenía mi propio oso andino, una maleta con camisas blancas y un grupo importante de hermosos libros artesanales.
Lo aprendí, Lima era ese lugar donde en el mes de julio había que abrigarse, pero ya no podía contárselo a mi abuela. Pagué caro mi ingenuidad. Mucho leer a Vallejo, mucho mirar los mapas. Mucho soñar con que, de la nada, apareciera plata para hacer un viaje hasta el soñado Machu Picchu, y poco consultar las tablas climáticas. Ignorancia del cielo de Lima. Cielo color panza de burro que trataba de no mirar mientras caminaba por las calles rumbo a la feria o desde la ventana de mi habitación. Cielo que, no obstante, buscaba desesperadamente cuando tenía algún minuto disponible en el evento literario y podía salir fuera del recinto. El techo de la nave donde se reunían los expositores, editores, escritores y público, era de zinc. Y de eso sí sabemos en el Caribe: del atorrante calor del zinc cuando lo azota el sol, de su agradable frescura cuando lo empapa la lluvia. Ahora me correspondía conocer el frío del zinc. La relación directamente proporcional entre un pedazo de zinc y un trozo de cielo se me reveló en aquellos días de julio. Días que, en mi interior, marcaban dos tiempos irreconciliables: el invierno sureño y el recuerdo de los veranitos de toda mi vida.
Para espantar frío y soledad, me concentré en hacer mi labor con la mayor precisión posible. Con toda la profesionalidad de la que podía ser capaz explicaba a quienes visitaban nuestro stand cada página de los libros, cada color con el que habían sido iluminados, cada intención detrás del papel craft, detrás del rasgado y de la enumeración a mano. Inventé historias inspiradoras a los niños y les enseñé las deliciosas trampas de los ejemplares, esas que hacen descubrir tesoros escondidos detrás de una puerta u ocultos debajo de un montoncito de ramas. Les hablé de los personajes que aparecían en los volúmenes y fabriqué protagonistas que estaban siempre al abrigo, protegidos, bien cuidados.
Recuerdo aquel trío con absoluta nitidez. Conjeturé que eran familia, una pareja de abuelitos con su nieto. Humildes, enternecedores, queriendo saberlo todo sobre los libros infantiles, pero preguntando con timidez, con sencillez, con la vista baja. Amables, moviéndose despacio, hacían hasta lo imposible por no hacer ruido y por ocupar el menor espacio posible. Finalmente decidieron comprar una revista infantil. Barquitos del San Juan, se llamaba, se sigue llamando. El niño la acariciaba con cuidado extremo mientras yo describía el río de nombre San Juan en Matanzas, Cuba, tan lejos y tan cerca de la peruana Provincia de San Juan, conocida también como Tierra del Sol. Con la vista baja el chiquillo escuchaba. Pagaron con el billete de mayor denominación, el de doscientos soles. Me costó trabajo darles su cambio porque no me había familiarizado aún con la moneda peruana. Me quedé buen rato observando a la mujer hermosa que aparecía en el billete, Santa Rosa de Lima, primera en recibir en América el reconocimiento canónico de la iglesia católica. Santa patrona de los tuberculosos, debió ella sentir el mismo frío que yo y por eso, para ahuyentarlo de la piel y el alma de los otros, atendió con devoción las penurias de indígenas y negros.
Esa tarde salí de la feria convencida de que Santa Rosa me protegería. Caminé varias calles vislumbrando, conmovida, al niño leyendo la revista en un rinconcito de su casa, mientras su abuela le preparaba algo de comer. La incandescencia de la escena puso una nueva calidez en mí. Decidí que debía cambiar el billete para poder luego hacer otras devoluciones. Estaba segura de que de ahí en adelante todo iría sobre ruedas. Santa Rosa de Lima era mi talismán, mi protectora, mi madre andina.
Entré a una tienda para comprar unas postales y así obtener el cambio necesario. Trémula, salí de allí, de regreso al estado de congelación y tristeza. Hubo violencia y amenazas con llamar a la policía. Hubo humillación ante mi intención de querer darles un billete falso. El viaje al continente del tesoro me había convertido a mí misma en isla desfalcada. Santa Rosa de Lima, desde el papelito rojo, me miraba con ojos de animal sacrificado, descuartizado. Fui devuelta a la calle fría, a mis pasos empapados. Regresé a la fuerza a mis camisas blancas que ya tenían el cuello muy sucio, manchado por la insistente garúa y la contaminación. Retorné al desfile de las mujeres que me relevaban cada noche en aquel encadenamiento de procesos laborales que no haría crecer el producto interno bruto del país sino todo aquello que Santa Rosa no podía aliviar ni envolver en un digno trozo de paño. Esa noche el oso andino no pudo calentar mis huesos. Solo la conmovedora visión del niño acariciando la revista consiguió acompañarme cuando, casi al alba, me quedé dormida pensando en los misteriosos lazos que ahora nos unían.
No he vivido, hasta hoy, otro tráfico más caótico que aquel que vi en Lima. Las combis eran saetas surcando las avenidas. En el estribo del microbús, sobre las calles y bajo la garúa, atrapado entre ambos fenómenos, hombres jóvenes anunciaban la ruta, anunciando a viva voz hasta dónde era posible viajar si una se atrevía a subir a aquella maquinaria que parecía ser el vehículo exacto para conducirnos al más allá. Pasaban a mi lado pregonando el trayecto y minutos después, en mi habitación, los noticiarios de la televisión daban cuenta de los accidentes de tránsito, los heridos, los fallecidos. Por eso, cualquier ofrecimiento de paseo en auto, con chofer de confianza, parecía regalo divino. Así recibimos, unas colegas y yo, la invitación de Dante Castro, narrador, periodista y Premio Casa de las Américas, para visitar el distrito de Barranco. Dante había pasado algunas veces por el stand y habíamos hablado de literatura, de Lima, de La Habana, en ese desorden en el que hablamos los cubanos y hasta él que, en cierto modo, también lo era un poco. Nos fuimos esa misma tarde, alegres, sin importarnos el frío. Bordeábamos el litoral cuando el narrador explicó que Barranco había sido inicialmente un pueblo de pescadores. Luego ofreció detalles de guerras, incendios y terremotos. Toda nuestra atención estaba en sus palabras, no queríamos perdernos nada de la historia, pero nuestra mirada nerviosa medía lo estrecho del desfiladero, temerosos de la furia de un océano “pacífico” que, desde allí, se veía majestuoso.
Creo que estábamos hablando de la guerra entre Perú y Chile cuando nuestro anfitrión comenzó a lanzar miradas inquietantes por el espejo retrovisor. En el estrecho paso, de una sola vía, un auto trataba de intimidarnos, se nos pegaba a la cola cada vez más amenazadoramente. Hubo un silencio de muerte, un miedo terrible. Estuve convencida de que terminaríamos siendo empujados hacia el barranco. Dante Castro aceleró la marcha, y los perseguidores también. Cuando el escritor logró, a toda velocidad, llegar a un lugar donde ya había espacio para dos autos, pegó el nuestro a la orilla, descendió, sacó una pistola y lanzó varios disparos al aire. Sonidos atronadores, secos, que nos volvieron piedra expectante. Solo entonces perdimos de vista el auto que nos hostigaba. Nunca supe si perseguían a Dante Castro por sus ideas políticas o si eran delincuentes comunes. Después vimos un obelisco y la plaza principal. Lo sé porque en algún rincón de mi memoria oigo la voz de Dante mostrándolos, no porque yo recuerde haber contemplado ningún paisaje urbano, ni ninguna otra cosa.
Como las combis no, pero los autos tampoco y no queríamos perdernos los tesoros de Lima, un día nos fuimos a caminar por el centro histórico de la ciudad. Nos deslumbramos con la Casa de Osambela. Enmudecimos ante la piedra basal andina en recordación de Taulichusco, el viejo, último de sus gobernantes nativos. Recorrimos la Plaza San Martín y la Plaza Mayor, vimos el Palacio Arzobispal y el Palacio de Gobierno, hasta dar con el Jirón de la Unión. Al fin podíamos jironear y una felicidad clandestina me embargó. No me importaban mis manos heladas ni el cuello sucio de mi camisa, muy lejos ya de su blancura habitual.
Un grupo de personas que corrían nos llamó la atención, pero no tanto, solo reaccionamos cuando al desembocar hacia la Basílica Catedral de Lima la huelga nos sumó a sus filas. Codo a codo nos apretamos con los trabajadores telefónicos que protestaban contra despidos arbitrarios. Era la primera huelga de mi vida… la única… Nos enredamos con los carteles rojos, azules, blancos cuando de repente oímos los primeros disparos de la policía. Corrimos, corrimos fuerte y, junto a unos camarógrafos y un pequeño grupo, entramos a la catedral. Nos mezclamos con los pocos fieles que a esa hora de la mañana decían sus oraciones o buscaban algo de sosiego. Alguien gritó que cerraran la puerta. No recuerdo cuanto tiempo estuvimos allí. Fijé la vista en las losas blancas y negras del piso y traté de tranquilizarme diciéndome lo que ni yo misma creía, que era una iglesia, que no se atreverían a entrar. Cuando cesaron los disparos y se oyó calma afuera, abrieron la puerta y otra vez corrimos, corrimos, hasta alejarnos de allí.
La profesora, investigadora y escritora madrileña, Olga Muñoz, con quien he sostenido una hermosa correspondencia trasatlántica, me había recomendado, antes de partir, que leyera a Blanca Varela y aseguró, con generosidad, que le hablaría de mí a una amiga suya peruana. Leí unos pocos poemas de Blanca Valera antes de viajar y busqué sus libros en la Feria aun sabiendo que no tenía dinero para comprarlos. Pero, cuando tenía unos minutos libres y podía dejar encargado a algún colega que vigilara por mí el stand, corría a buscar la poesía de Valera, esperando respuestas que pusieran en orden todos los inasibles suvenires limeños que ya tenía conmigo sin olvidar que en verdad para colocar en mi equipaje solo poseía al oso andino, mi acompañante nocturno, mi refugio. Leía fragmentos de textos de la poeta peruana con avidez en esas pausas intermedias y luego, con cuidado, retornaba el libro a su sitio y volvía a mi lugar de trabajo.
Regresaba de uno de esos viajecitos, hacia y desde Valera, cuando una chica joven, delgada y tímida se presentó: «soy Daniella Valz-Gen, la amiga de Olga», dijo. Nos vimos muchas veces durante el tiempo que duró la feria. Visité su casa y en su compañía y la de un amigo suyo conocí de verdad el Pacífico. Rugiente, con un bramido que viene desde muy lejos en el tiempo para hurgar hondo dentro de una. Hice el camino del puente a la alameda, bebí pisco y me sentí arropada. Logramos domesticar las timideces mutuas y hablamos durante horas sobre los viajes a otras tierras y sobre sentirse extranjera. También sobre los viajes interiores, y otra vez sobre sentirse extranjera en ellos. Por razones que aún no consigo explicar –tampoco lo necesito– dedicamos varias horas allí en el Sur a hablar de Rilke y de Herman Hesse. Coincidimos en que es cierto que todo ángel puede ser terrible. Intercambiamos libros en un trueque en el que ella salió perdiendo. Yo le di unos torpes poemas míos, a cambio me regresé a Cuba con una voluminosa antología de poesía peruana, con más libros de Hesse y con las intensas imágenes de La Casa de Cartón. Al final de la feria no nos despedimos. Intercambiamos apenas un saludo leve, en la esperanza de reencontrarnos pronto, seguras de que, pese a los pocos días compartidos, nos echaríamos de menos. Así ha sido, así es. Más de veinte años después, entre un Londres neblinoso que acoge los performances, la poesía y todo el arte de Daniella Valz-Gen y una Matanzas atrapada en el calor atorrante, sigue tejiéndose el hilo de nuestras conversaciones que pueden y anhelan generar belleza.
En agosto del año 2015, el oso negro logró regresar a Perú. Mi hija se lo prestó a su mejor amigo para que lo resguardara del frío. Juntos estuvieron en Cusco. De día el oso dormitaba al calor de los 20 grados y de noche se abrazaba a nuestro querido amigo matemático. Juntos lograban sobrevivir a un termómetro que, enemigo acérrimo del trópico, insistía en detenerse en cero grados. En enero del 2019, nuestro oso andino, mi ukuku amado, emigró con mi hija a Europa. Allí permanece hasta el día de hoy, podría pensarse en él como en una especie de Paddington pero no es eso. Más bien lo imagino observándolo todo con sus anteojos. No sé si vuelva a verle, pero sí sé que en su segundo viaje a Perú dejó para mí, como hacen los de su especie, muchos mensajes en los árboles. Mensajes que algún día habré de leer, junto al niño del trío entrañable que hoy ya debe ser un hombre. Mensajes que me acompañarán cuando regresar a Lima pueda convertirse en sueño cumplido. (Por Laura Ruiz Montes/Foto: Generada por IA)
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