Junto a Los locos Adams de los 90, creo que Lisa Frankenstein ocupa el honorable título de mejor película de Tim Burton no dirigida por Tim Burton. Pero si bien es notorio el parecido de la pareja protagónica con Helena Bonham-Carter y Johnny Depp, y la secuencia de créditos evoca al padre de Eduardo Manostijeras, y la misma fiebre gótico-romántica-posmoderna recorre el espectáculo de arriba abajo, lo mejor de todo es que hay elementos de suma originalidad donde no todos, ni siquiera él, han incurrido con suerte.
Es a los pies de Zelda Williams y su buena dirección donde arrojaría mis flores esta vez, con espinas de ser posible: así es su ópera prima, delicada y vistosa hasta que te la encajas en el alma y sangras un poco. Claro, ese riesgo es mayor si alguna vez fuiste adolescente dark con predilección por Poe, o coqueteaste con objetos filosos y creíste morir virgen cada noche a ritmo de metal, pero aun así hay la suficiente amplitud para captar sensibilidades varias. De hecho, además de notables virtudes en su estilo y realización, admiro de este debut la madurez y seriedad con que hace planteamientos muy dramáticos tras el pretexto de la comedia romántica simplista.
Ahora bien; en ningún cementerio venden suficientes flores con espinas para honrar a la auténtica autora. Desde que Brooke Busey-Hunt dejó su trabajo de stripper y se convirtió en Diablo Cody, guionista de Hollywood, el talento de varias posibles películas del montón se ha empoderado tanto que han salido de dicho grupo gracias a un toque mágico, único, intransferible: sus guiones.
Pocas personas tienen ahora mismo en la industria cinematográfica una personalidad tan fuerte y semejante talento, de modo que aconsejo fijarse en el lado menos estudiado de Cody; es decir, en todo lo que ha hecho aparte de la celebradísima Juno, porque más de uno se llevará una sorpresa. Y dentro de ese lado eclipsado de su filmografía, el último destello proviene de este relato en imágenes (refuerzo lo de “relato” y también lo de “imágenes”, dos palabras de gran importancia a las que se hace poca justicia y cada vez se complementan con peor acierto).
Lisa Frankenstein es la lápida mejor esculpida del cine adolescente de los 80 con que he tropezado últimamente. Solo por no depender del fácil tirón de la nostalgia, precisamente el error de propuestas tan interesantes como Verano del 84, ya merece un punto a mi favor en esta época tan carente de fértil originalidad.
El resto, como no soy de los puntúan para medir su adhesión o rechazo a un producto, se los gana por parámetros diversos y desordenados: las canciones elegidas, la naturalidad de las travesuras letales a las que asistimos, el desmonte de estereotipos, la credibilidad y gracia de Kathryn Newton y Cole Sprouse (qué bien usa la mirada), el encanto de mi madura y siempre querida Carla Gugino hasta haciendo de madrastra malvada, el homenaje al closet de E.T. el extraterrestre, el día a día expresionista y referencial de Lisa, que parece la Winona Ryder de Heathers…
Siempre parece fuera de lugar el intento de desglosar las virtudes y defectos del cine divertido y frenético, vitalista y lúdico… pero que el espíritu de Mary Shelley invoque un rayo sobre mí si Lisa Frankenstein no posee un cromatismo digno de los mejores tiempos de la Metro-Goldwyn-Mayer, si el discurso inclusivo no brilla por lo poco que tiene de discurso, si las motivaciones y perfiles de los personajes no están mejor delineados que el negro sobre la raya del ojo adolescente, si su dramaturgia no está construida con máxima precisión y experticia narrativa eminentemente cinematográficas (el ritmo en la sucesión de acontecimientos, la relación causa-efecto de los giros de guion, la inserción dosificada de apreciaciones complementarias…).
En cuanto a esas virtudes que, desde lo argumental, tanto me asombran y hacen sentir arrullado por una brillante cuentacuentos, solo me queda la duda de cómo aprende a conducir tan rápido el muerto revivido, lo cual no es más que ese punto injustificable que poseen la mayoría de los guiones y Hitchcock aconsejaba ignorar si la historia marcha bien. Prefiero resaltar lo pulido de la estructura: cada elemento que aparece tiene una causa o una consecuencia, permitiendo siempre el avance o la comprensión ampliada de la historia, lo mismo que la apariencia de los actores se ajusta a la personalidad y talento de cada uno.
Pongo un ejemplo de lo anterior: no necesitamos comprender en detalle cómo Lisa puede hacerle cirugía al innominado Frankenstein. Ya sabemos que domina el arte de la costura y, sobre todo, este dato nos ha sido presentado con tiempo suficiente de antelación; por ende, sentimos que de algo le ha valido sentarse horas y horas frente a la máquina “como una viejecita”.
Gracias a esa práctica no solo encontramos lógico, sino forzosamente necesario, que Lisa sepa tanto de agujas e hilo como para tratar quirúrgicamente a su enamorado de ultratumba. Lo “inverosímil” permite que la historia avance, de modo que como audiencia nos posicionamos de parte de la misma inverosimilitud con que concedemos a los pistoleros el superpoder de la velocidad manual en los westerns y a un relámpago el poder de la resucitación, y hacemos el uso más sabio de eso que Edward D. Wood Jr. llamaba “suspensión de la incredulidad”.
Así funciona el cine más funcional y dinámico que conozco: en cambio, el que se empeña en explicitar los procesos y hacer relatoría forzosa de cada ida y venida de los personajes, solo por mimar al espectador de cuya inteligencia desconfía, choca de bruces con mi percepción del sentido del ritmo y la propia función (irreal, figurativa) del arte número siete. Véase el tratamiento visual del sexo aquí presente: es reiterado y, sin embargo, ofrecido en la medida que el tono general exige, sin excesos ni carencias.
Una vez terminada, no sé si por mala memoria o falta de atención en un comienzo, algo me impelía a pulsar el play desde el inicio y revisitar los primeros minutos. “Ninguna película se ha visto solo una vez”: única frase que no me importaría repetir hasta el cansancio en una pizarra. Bien, lo hice. Ese clic logró que, de gustarme, pasara a encantarme lo que había visto.
Encontré que la secuencia animada de créditos contenía tantos detalles, tanta belleza y síntesis que, prácticamente como una película pequeña dentro de la mayor que inaugura, nos cuenta una historia importante o más que la de Lisa y el monstruo: la del monstruo y su primer amor. Por no hablar de la ratificación que supone del valor estilístico, expresivo e informativo de esta parte, para mí, tan valiosa también dentro del conjunto de todo largometraje.
Lo mismo me pasa, por cierto, cuando arranca Ed Wood (1994). Zelda debe ser fan de esas tumbas con los nombres del equipo inscritos en ellas. Ojalá el bueno de Tim sacudiese su prematuro féretro y volviese a nosotros con una película así de buena, ahora que se habla de Bitelchús 2 en camino.
Al mismo tiempo siento que esta cineasta, tal vez equitativamente alimentada de risa y dolor por vía paterna (como todos los que, en mayor o menor medida, extrañamos a Robin Williams), responde a las características básicas que los románticos incurables exigimos de nuestros portavoces en la gran pantalla: pasión, gozo, calidez, entrega, sentido del humor… que ¿cómo no va a tener que ver con lo romántico? Por limitarme a una más, valentía.
Hay que ser valiente para amar. Yo amé Lisa Frankenstein, pero siento que incluso en su inamovilidad de simple archivo de video puede marcharse con otro y llegar más adentro de su corazón, o aburrirse de mis elogios mientras me creo su más devoto compañero para la eternidad. Sí, me ha hincado y sangro un poco por el alma.
Ficha técnica
Título original: Lisa Frankenstein; Año: 2024; País: Estados Unidos; Dirección: Zelda Williams; Guión: Diablo Cody; Fotografía: Paula Huidobro; Música: Isabella Summers; Reparto: Kathryn Newton, Cole Sprouse, Carla Gugino, Liza Soberano, Joe Chrest; Duración: Una hora y 41 minutos.