A ellos, a los educadores, les debemos gran parte de lo que somos. Ilustración: Dyan Barceló
Alguna vez quise tener tizas y un borrador entre mis manos. En aquel entonces era una niña pequeña a la que le encantaba jugar a “la maestra”, imitando a la profe de prescolar que tanto motivó mi aprendizaje, y que ponía estrellitas en la esquina de mi mesa cuando las respuestas eran acertadas.
Fue ella, Cary, la que me adentró en los primeros concursos de conocimiento, cuando los grandes logros consistían en dominar las vocales y contar pajaritos, o sumar pequeños gatos y casas. La recuerdo con una ternura especial.
En primer grado tuve a Miriam Linares. ¡Qué recta! ¡Parecía una “generala” frente al pizarrón! Pero gracias a esa rectitud, todos sus alumnos aprendían con facilidad a leer y escribir, a memorizar y entender productos, coeficientes, sumas, restas, composiciones, diptongos, agudas, esdrújulas… y a crear sólidas bases en la enseñanza.
Aunque de fuerte carácter, Miriam también era cariñosa. Conocía el justo momento en que era necesario inundar con amor para calmar llantos ante caídas al correr por los pasillos de la escuela, o para aliviar el dolor de aquel con rostro serio al que las discusiones en casa de mamá y papá le agobiaban demasiado.
Para muchos, sus maestros no han sido solo eso: se han convertido en psicólogos, confidentes y amigos. Hay educadores con el privilegio de tener en sus aulas a varias generaciones de una misma familia, creando lazos afectivos que traspasan la sangre.
A unos les debemos el amor por las letras y las mejoras en la ortografía, y a otros que nos seduzcan los anélidos, los invertebrados, el crossing over y hasta los misterios del caracol africano.
Hay quien se decantó por las ciencias químicas, por esa profe que sin grandes laboratorios logró inculcarle el “bichito” de los experimentos, y gracias a sus enseñanzas hoy labora en un centro de prestigio nacional, como mi amigo Fidel Ernesto, licenciado en tal materia y también doctor en Ciencias.
Alguien me dijo una vez que lo difícil del contenido lo atenúa un buen docente, que sabe guiarte del modo correcto y enamorarte de la asignatura que pensaste menos atractiva.
Quizá por esa máxima hay abogados que pensaron ser cibernéticos y periodistas que se imaginaban astronautas. Pero también hay niños de familias disfuncionales que gracias a sus docentes se alejaron de los caminos de la violencia y la delincuencia, hasta convertirse en seres de bien.
Pero si de educación se trata, fuertes palmas merecen los defectólogos y demás pedagogos de la Enseñanza Especial, que transforman la vida de cuantos infantes llegan a sus manos y, con paciencia infinita, los ayudan a conectar con ese mundo exterior que para algunos prácticamente no existe. Gracias a estos esfuerzos, cada vez son más las personas discapacitadas que se insertan con normalidad en la sociedad y asumen oficios necesarios.
Ya no soy la niña que juega a la “maestra”, ni convivo entre tizas y un borrador. Pero sí soy el resultado de cada uno de los profesores que agregaron a mi formación conocimientos, pero sobre todo valores, y trato de resumir un poco de todos cuando me toca multiplicar lo aprendido.
A ellos, a los educadores, les debemos gran parte de lo que somos.
Hay una estela luminosa que queda tras cada lección, una puerta que se abre el mundo y una vida que se transforma desde la educación y el respeto, desde la paciencia y el cariño, porque como dijera Martí, el Maestro, “la enseñanza, ¿quién no lo sabe?, es ante todo una obra de infinito amor”.
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