Desde que entré en Periodismo, o tal vez antes, supe que quería contar historias. Creo que el primer reportero fue ese que, cuando se inventó el fuego y la tribu se reunía alrededor de él, narraba las peripecias del día, la cantidad de lanzazos que hicieron falta para someter al mamut o que los dioses no habían sido benevolentes con la aldea vecina, porque todos habían muerto de un raro padecimiento que luego llamaríamos catarro. Creo que los reporteros y el personal de la prensa descendemos de ahí. Creo que todos, de una manera u otra, tenemos un poco de chamán y debemos velar por la espiritualidad de la tribu.
Como nunca fui muy fotogénico y siempre me asustaron los vidrios, porque podía cortarme, y, además, aún conservo la reminiscencia de la secundaria donde se burlaban de mí por mi voz de pito, no había dudas de que mi manera de narrar sería con la palabra. La palabra como motor primigenio del mundo. La palabra como pensamiento que llevas a un amolador de cuchillos. Por ello, cuando al final de quinto año correspondía que me dieran la ubicación laboral, estaba seguro de que iba para el periódico Girón, o a vender churros. Solo diré que, al parecer, nunca confiaron en mis habilidades culinarias.
Hace cinco años entré al periódico Girón en búsqueda de esa fogata, donde la tribu se reuniría a su alrededor y yo podría sacar un poco de lo que llevaba por dentro: cuántas veces hay que llamar a un funcionario para capturarlo o los dioses no fueron benevolentes con nosotros porque nos azotaron con un raro padecimiento que luego llamaríamos covid.
Tal vez lo más difícil de comprender para alguien que arriba a un lugar con el hambre de los novatos, que piensan que el mundo se come de un bocado y si te atoras lo bajas con un buche de cerveza, resulta entender que donde tú estás, frente al fuego y sus luces crepitantes y sus sombras largas, estuvieron otros mucho antes de ti. En 63 años, desde que se fundó el Girón hasta ahora, se acumuló mucha ceniza.
Entonces uno se pregunta quién cuenta las historias de los que cuentan las historias. Recuerdo al profe Vázquez con esos modales de viejo caballero y su gorra de gallego y su palabra gentil, que hablaba de un periódico que yo desconocía, cuando había cinco carros y aún existían los linotipistas. Pienso en Jorge Luis Valdés Rionda, que cuando murió, relatan que encontraron en su cuarto varias ediciones de la obra completa de José Martí con frases subrayadas, como si temiera que se le escaparan en la fugacidad. También hay que escribir unas letras para el viejo Villa, con sus extensos manuscritos y su terquedad para abandonar las Remington por las Pentium.
Por ahí andan muchas otras anécdotas: el diarismo como ejercicio de resistencia y la redacción como primera casa, porque la casa casa no era más que un sitio para que descansara el cuerpo roto; el suplemento cultural Yumurí, el primero de su tipo en esta Isla —que creemos que el arte es una forma de goce y gozones sí somos—, donde escribió Carilda sus versos cuando por herejes no querían que poseyera la permanencia del papel.
Como mismo esos que nos antecedieron armaron su historia mientras contaban las de otros, nos ha tocado armar la nuestra. No ha sido fácil tratar de escribir un testimonio en un cliente ligero, que te hace recordar el cuento de Monterroso: “Cuando desperté, el dinosaurio aún estaba ahí”. Enfrentamos una pandemia que nos cambió la definición de querer pasar un rato en casa, y comprendimos lo temible de lo invisible; pero ahí estuvimos, sin oír bien a los entrevistados por el nasobuco, con el mismo miedo de todos, pero nosotros no podíamos permitirnos que esa historia, aunque devastadora y triste, quedara sin contar.
Así sucedió con el incendio en el Supertanquero, donde si las personas no dormían por miedo a que el humo bajara a la tierra y se sentara a tu lado en el sofá y te diera las buenas noches desde el otro lado de la cama, nosotros tampoco podíamos darnos el lujo de cerrar los ojos y recostarnos. Quizá cuando Gabriel García Márquez escribió que el periodismo es el oficio más hermoso del mundo, además de por el egocentrismo con que nos quieren etiquetar, también fue porque no hay chance al aburrimiento; sobre todo en esta Isla que el mañana es una ruleta rusa. Sin cansarnos, dándole el berro a Berta para que nos haga café, continuamos adelante.
Girón cumple 63 años. Seguimos ahí, frente a la fogata, aunque la aldea se transforme con el tiempo, la choza se vuelva edificio multifamiliar y el cazador se convierta en albañil, aunque nunca abandone lo de cazador porque todos, cuando el contexto se pone difícil, sacamos lo de cazador. No importa cuánto crezca la tribu, siempre harán falta los chamanes y ahí estaremos nosotros, dispuestos a contar todas las historias necesarias para salvar la espiritualidad. ¡Muchas felicidades y gracias por todo, Girón!
Muchas felicidades