Un muelle siempre conservará el recuerdo de los arribos y despedidas. Desde allí se partirá hacia lo inesperado. Como puente inconcluso, comunica con el infinito, ese punto inabarcable en el horizonte.
Un bote prolonga la vida tras el diluvio. Es la sobrevivencia, sinónimo del bregar por la turbulenta vida, y también el último pedacito firme con que cuenta el pescador en alta mar.
Un muelle y un bote se nos antojan las obras humanas que persiguen aquel milagro de caminar sobre las aguas. Aunque el hombre los hizo a su antojo, la naturaleza los embellece con limos y conchas, y cuando los mortales dan la espalda en su desmedida ingratitud, la madre natura les regala flores.
En esas cosas pensé al encontrarme en Caletón, poblado cenaguero, un viejo muelle, que tal parecía mitigaba su soledad junto a un bote abandonado, agonizante de no navegar.
Como no soy del lugar, la tranquilidad me hizo creer que sitio tan singular permanece en el olvido (o quizás no, y aún goce el ir y venir de los pescadores).
Lea también: Nostalgias de un mochilero: el pueblito de los 7 mil libros
Pero prefiero construirme historias: como que ya nadie se arrima por esos lares; que para muchos el muelle está maldito desde que un hombre regaló un adiós sin retorno y enloqueció de amor; y que el bote, inseparable compañero de un pescador, quedó en el olvido tras la captura de un gran pez y desde entonces la embarcación languidece en la orilla sin manos que la echen al océano.
Puede suceder –en este mundo todo es posible– que el framboyán, conociendo de las penas de sus acompañantes, les salude con sus pétalos, como extendiéndoles un abrazo de consuelo en el constante suspiro por las glorias pasadas. O a lo mejor quien suspira es el mar, por sus innumerables historias engullidas.
Esta escena pasará inadvertida a los ojos de muchos de nosotros, siempre sordos y ciegos a los quejidos y cosquilleos de la naturaleza.
Yo, que visité el lugar, entiendo que la estrecha relación entre un framboyán, un bote y un muelle nos remitirá a la esperanza debida, allí donde la soledad nunca es absoluta, porque los pétalos en el tablado siempre tirarán de los ojos de quienes saben mirar.
Hacia allí, hacia la belleza, alguien dirigirá sus pasos… y a pesar de tanta quietud, se sentirá acompañado.