Aquella mañana de sábado, cuando mis amigos me despertaron me costó mucho separarme de mi litera. La sentía tan tibia que no me alcanzaban las fuerzas para incorporarme y cumplir el plan previamente acordado desde muchos días antes.
Mis compañeros y yo nos disponíamos a viajar hasta Topes de Collantes, y una vez allí descender al Salto de Caburní, donde pasaríamos la noche.
Cuando logré desentumecerme salí hacia el baño de la beca, muy lentamente, con la esperanza de que mis colegas decidieran partir sin mí ante mi marcada pereza. Pero no desistieron en enrolarme en su aventura, y cuando la mañana levantaba ya nos encontramos cerca de una parada desde donde tomaríamos un transporte que nos llevaría hasta Manicaragua.
Éramos cuatro estudiantes universitarios de la Universidad Central de Las Villas, deseosos de grandes sensaciones, dispuestos a todo por sumar nuevas experiencias, al punto de iniciar aquel viaje con pocos más de 50 pesos y una jaba de tostadas, nuestro bien más preciado.
Todavía era muy temprano cuando nos apeamos de un «camello», como le llamaban a cierto engendro vehicular mitad guagua y mitad camión, que solucionó muchos problemas de transporte hace algunos años.
En Manicaragua intentamos ignorar a los vendedores ambulantes que comerciaban pan con minuta, ante el esmirriado monto con el que contábamos. Además, llevábamos en una de nuestras mochilas una jaba de tostada, y la mitad de una barra de dulce de guayaba.
Parados en una «cuatro esquina» que parecía ser el centro del pueblo, indagamos hacia dónde se encontraba la terminal.
Tomaríamos un camión que tenía como destino Cumanayagua, tierra de gran significación para mí porque allí nació mi madre. Mas, nuestro destino nos desviaría varios kilómetros antes, en una bifurcación que nos llevaría a la presa Hanabanilla.
El plan consistía en arribar a Topes de Collantes atravesando la presa Hanabanilla. Algo que nunca me dijeron mientras estaba en mi litera, a tiempo de arrepentirme.
(Continuará)