Ficha técnica:
Título original: The Little Mermaid
Año: 2023
Nacionalidad: Estados Unidos
Dirección: Rob Marshall
Guión: Jane Goldman, David Magee
Fotografía: Dion Beebe
Banda sonora: Alan Menken
Reparto: Halle Bailey, Jonah Hauer-King, Javier Bardem, Melissa McCarthy, Daveed Diggs, Jessica Alexander
Poco me preocupa la raza de la nueva criatura marina que hoy nada entre marquesinas, anuncios y merchandising derivado, eso le atañe a los responsables que han decidido valerse del Caribe para justificarlo; menos aún, la pérdida de inocencia, encanto y entidad propia; tampoco me irrita mucho a estas alturas el aspecto mimado y grandilocuente que se confiere a las últimas reformulaciones Disney. Si algo me desanima es que una vez más sea, precisamente a través de una superproducción orientada al sector más sensible de la audiencia, la ocasión perfecta en que la industria enseña sus debilidades y vicios de explotación mejor disfrazados, la fiebre buenista que la recorre de arriba abajo sin cabida a la espontaneidad, a la par que contribuye al empobrecimiento receptivo de la gran masa.
Solo me inclino a suponer cuántas obras de pequeña y mediana altura –tal vez dos o tres, para los estándares de hoy– podían haber germinado si en ellas se hubiese dividido el presupuesto que edificó este film innecesario, pretencioso, chirriante e insuficiente; o la oportunidad desechada de obtener otro tipo de traslación a la pantalla del cuento de Hans Christian Andersen, opuesto totalmente al canon readaptado aquí, en detrimento del vulgar reciclaje que ha acabado siendo. Analizar La sirenita de 2023 conlleva que encaremos un problema mayor, pues no se trata para mí de una película lo bastante meritoria ni que estimule al diálogo sobre sí misma, sino de un síntoma: un estertor más en la lista, mediante el que podemos diagnosticar una de tantas graves enfermedades que padece el cine masivo de nuestro tiempo, como es el vampirismo comercial para algunos y, para otros, la crisis creativa.
Cuando se producen acontecimientos relevantes por su importancia generacional o industrial, más que artística, la crítica se vuelve un ejercicio de relativa utilidad, pero tampoco es que tenga el poder ni la misión de separar al espectador de su época, o siquiera influir en él y redireccionar a la fuerza su consumo. Este grano de arena aportado para el divertimento de la era digital, promocionado como entretenimiento infantil cuando lo hallo más bien infantiloide, puede gustar, disgustar o simplemente no importar; de hecho, me ha servido de bien poco verla, solo para constatar lo que errores fatales como La bella y la bestia (2017, Bill Condon) y El rey león (2019, Jon Favreau) me habían demostrado en años recientes.
Si bien me considero incapaz de opinar por nadie más, del mismo modo que detesto que opinen por mí, no puedo dejar de cuestionarme posibilidades; la que más me llama la atención es que quienes no se ven en necesidad de comparar, porque en sus tempranas mentes cabe todo lo fulgurante que se les muestre, y hoy se encandilan con lo reverberante de este espectáculo, quizá noten en el futuro cuánto pierde este el brillo apenas miren a un lado y descubran el precedente animado de 1989, incluso otro con rasgos orientales que recuerdo con cariño y sabiendo lo peligroso de la nostalgia, y puede que noten asimismo que este remake anunciado hasta la indigestión no es “al fin y al cabo lo mismo, pero con personas reales” ni tampoco “superior”, sino una fábula forzada, vacua, con sensación de déjà vu pero sin motivar mucho a indagar en lo ya visto.
Estamos ante un resultado que se vende tan bien como cualquier producto de marca, pero que a diferencia de otros parece saberse fallido, ridículo y endeble durante su desarrollo. Pese a toda la visibilidad polémica y parafernalia que la rodearon, no sirve de mucho echar luz sobre las fisuras en la base de una estructura cuyo hundimiento es inevitable. Mis predicciones sobre el limitado encanto, y la emoción en dosis de pequeñas e insatisfactorias gotas, se vieron cumplidas cuando me abstuve de toda predisposición e intenté digerir un híbrido fantástico-musical que en nada ayuda a ambos géneros (salvo la confirmación de que su protagonista es buena y enérgica como actriz y cantante, además de joven y, por tanto, tal vez provechosa en el futuro).
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Los defectos de La sirenita son los mismos de una época, la que cambia indiscriminadamente lo artesanal por el CGI o la inteligencia artificial, el rigor por el facilismo y la imaginación por las estadísticas. Sin que ello signifique que los efectos especiales no constituyan aliciente, muchas veces único, para disfrutar de un sonado estreno; ni que dicho campo conlleve escaso esfuerzo y pericia, pues a sus profesionales les debemos mucho desde el viaje cósmico de Méliès hasta los océanos de Pandora; ni que deba ignorarse la tendencia que el público sigue, e indirectamente indica que quiere seguir.
No obstante, siempre han existido modas destinadas tanto a la satisfacción como a la recaudación, hasta en las mejores etapas de esa catedral presente en todas partes que es Hollywood, y cualquier compañía admite trabajos menores para garantizar logros artísticos mayores; el problema es que quedan ya muy lejanos los tiempos, tanto que podría aplicárseles el “Érase una vez…”, en que los escapismos solían estar plagados de creatividad, ideas eficaces, artesanos competentes y esquemas narrativos y estéticos de respeto a los consumidores de palomitas que fuimos y seguiremos siendo. Las réplicas Disney en live action son, en tal sentido, una moda decadente desde su implementación irreversible, con tendencia a resaltar los aspectos más banales y a forzar que se vea el presupuesto en cada coletazo de sirena.
Una compañía históricamente caracterizada por la inventiva, la superación y el riesgo en su vertiente animada (y ahí quedan, denostados por cuanto tienen de originales, independientes e incomparables, atrevimientos como El caldero mágico o El planeta del tesoro), ha llegado hasta tal punto de impersonalidad, sopor y predictibilidad en esta línea de adaptaciones que La sirenita, último trabajo del coreógrafo y experimentado director de musicales Rob Marshall, bien podría figurar en la filmografía de cualquier realizador de encargo o practicante sin demasiada experiencia ni fama.
¿Cuándo acabará el letargo en que se encuentra sumida la factoría de sueños? Es la pregunta con la que mejor puedo explicar mi impresión de esta película.