Martiza me dice que entre, que va a preparar café en lo que pasa el aguacero, que ya luego subiría para mi casa. En la sala, su nieto juega en un Super Nintendo, la primera consola que tuve en mi infancia, conectado a un televisor pantalla plana mediante un adaptador.
El juego del cassette era Super Mario Bros 3, el más famoso de su saga y probablemente el videojuego al que más horas le había dedicado de pequeño. Mientras el niño jugaba yo miraba con atención hacia la pantalla. Aquel muñeco hecho de píxeles con acento italiano que saltaba de una plataforma a otra esquivando tortugas, plantas carnívoras y bolas de fuego era un chute de nostalgia directo en las venas.
El niño perdió un par de veces el mismo nivel, en su rostro vi esa frustración tan típica de aquellos que asumimos los videojuegos como pasión, así que aproveché y le pedí prestado el mando.
La última vez que había encarnado a Mario yo tenía unos doce años, pero la memoria muscular no falla. Completé el nivel, luego otro, y así consecutivamente hasta llegar al último mundo, sin perder una sola vez. El niño me acusó de haberme aprendido los atajos en videos de youtube, le respondí que cuando yo era niño no sabía lo que era internet.
Maritza apareció con el café solo para regañarme por haberle quitado el mando al chiquillo, “tú estás muy viejo para estar jugando jueguitos”. Tardé unos segundos en regresar a mis veintiséis años, devolver el control y tomarme el café.
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