El Cinematógrafo: Hannah y sus hermanas

Hannah (Mia Farrow) y su esposo, Elliot (Michael Caine), conforman un matrimonio con carencias comunicativas.

Ficha técnica:

Título original: Hannah and her sisters

Año: 1986

Nacionalidad: Estados Unidos

Dirección: Woody Allen

Guión: Woody Allen

Reparto: Woody Allen, Mia Farrow, Barbara Hershey, Dianne Wiest, Michael Caine, Max von Sydow, Maureen O’Sullivan, Lloyd Nolan

Duración: 106 minutos

Amar a la ciudad, la que sea; a la música, también la que sea; a la familia de nacimiento y a la familia incorporada; a la compañía y al silencio; al ajetreo del trabajo y a los ratos libres; a la pareja; a los amantes; a uno mismo; al arte de brindar salvación y cobijo al público, para el que Woody Allen ha logrado expresarse en celuloide igual de bien, y quizá más claro y entendible que cualquier filósofo con folios y folios; una película extraordinaria, teniendo en cuenta cómo está hecha y para qué está hecha. De las que salvan el cuello y oxigenan y transforman.

Esa cualidad de transformación interior, que el cine lograba más asiduamente en épocas anteriores a 1986, esta obra maestra supo recuperarla a la manera de su autor, manteniendo sus gustos melómanos y urbanísticos, anteponiendo inclinaciones dramáticas a las cómicas y descubriendo de una vez al mejor Allen. De lo que ha dirigido, lo más parecido a una pieza jazzística reside en la volátil duración de Hannah y sus hermanas: improvisación (esas frases sueltas, brillantes, canónicas, extraídas de variados monólogos de stand-up comedy) sobre una sólida base rítmica (escenas impecables en su estructuración dialogada y visual, imágenes evocadoras hasta en la sensible continuidad con que están enlazadas, un acompañamiento musical soberbio), dos extremos entre los que posteriormente se ha decantado por el segundo, con ejemplos tan sobrios como Match Point (2005).

“¡Dios, es hermosa! Tiene los ojos más bonitos, y se ve tan sexy con ese suéter… Quiero estar a solas con ella, y abrazarla, y besarla, y decirle cuánto la amo, y cuidar de ella. ¡Basta, idiota! ¡Es la hermana de tu esposa! No puedo evitarlo…”, se dice, se reprocha y se consiente, todo al mismo tiempo, Elliot (Michael Caine).

Aunque el escenario no puede ser menos adecuado para sus impulsos reprimidos, entre bocados y copas, en plena reunión familiar, las caricias que Allen hace con la cámara a Lee (Barbara Hershey) bastan para comprender, cuando no compartir, los sentimientos de Elliot hacia una mujer tan natural, carnal, rehecha a sí misma contra sus propias debilidades, admirable desde la distancia de tres metros de invitados ajenos a la pasión que atraviesa la fiesta: una mujer en comparación con la cual “nadie, ni siquiera la lluvia, tiene manos tan pequeñas”, como parafrasea él en cuanto tiene la oportunidad de regalarle un libro de poesía bajo pretextos mal disimulados.

Mientras, Hannah (Mia Farrow), su tal vez demasiado angelical esposa, ignora cuanto acontece. La fuerza que destina a mantener unida a su familia es solo comparable a su pericia con los menesteres hogareños, su segunda vocación después del teatro y mucho más fuerte que la primera, a la par que mayor se vuelve la costumbre de existir para los demás. Cuán cruel y benévolo es aquí Allen con sus personajes, capaz de hacernos críticos del comportamiento de Elliot y de la incipiente complicidad de Lee cuando filma a la devota, ignorante e irritantemente unidimensional Hannah, pues, en cambio, muestra el furtivo enamoramiento de los cuñados a la vez que nos crea empatía hacia sus deseos y actos, sin justificar ni condenar a ningún extremo del triángulo amoroso.

Lee (Barbara Hershey), escéptica ante la posibilidad de una nueva y convulsa historia de amor.

Pese a incisivos gags verbales dispersos a lo largo de su cine y también en este caso, pese a su tendencia continua a ridiculizar o cuestionar determinados aspectos inherentes al ser humano, la imparcialidad es una de las virtudes mayores del autor de Annie Hall (1977) y Manhattan (1979) cuando indaga en las peripecias que elige narrar, al menos desde la etapa en que mostró más propensión al distanciamiento y a una mayor organicidad de la puesta en escena que al énfasis y al slapstick de sus primeros años como director, siendo imposible en dicho período experimental la existencia de una obra como Hannah y sus hermanas, que resulta firme al paso del tiempo y equilibrada en un grado alcanzado por pocas más en tantas décadas de carrera.

“Metí la pata. Y él de veras me cae bien. Al diablo con todo, no voy a enfadarme. Tengo cosas que leer. Tal vez me acueste temprano, vea una película y me tome un calmante extra”, medita Holly (Dianne Wiest), hermana restante de las anunciadas en el título y no por neurótica la más compleja de las tres, luego de la frustración sexual de una noche de invierno. La suya es una historia de segundas oportunidades, de saltos de fe con el propósito de alcanzar un ideal de estabilidad al que le cuesta llegar, y de cómo tras la ruptura inesperada de muchas expectativas se halla lo más parecido a la felicidad. Quizá por ello, aunque carece de muchas de las virtudes de Hannah, el destino, o lo que sea que haya intervenido para perplejidad de Mickey (interpretado por el propio Woody), le otorga ciertas alegrías negadas a aquella.

Mickey (Woody Allen) y Holly (Dianne Wiest), dos inadaptados a los que la vida sonríe.

Escribir sobre Hannah y sus hermanas es tan difícil, y el paranoico Mickey concordaría, como hacerlo sobre el propósito mismo del hombre sobre la Tierra, no digamos ya explicar o resumir al respecto. Es una de las películas que más contagian las ganas de vivir, de “formar parte de la experiencia” y “disfrutar mientras dure”, haya o no un dios, judío, católico, budista o hindú, exista o no la reencarnación, como infructuosamente busca comprobar ese inquieto personaje-actor-director que, una vez superada su hipocondría y el temor a una enfermedad terminal, cambia el olor a hospital por el aire fresco de las calles neoyorkinas y corre por ellas con regocijo casi infantil en celebración de la vida que, segundos atrás, nadie salvo él mismo obstaculizaba.

En su búsqueda de las verdades del universo, intento de suicidio incluido, no hay revelación más emotiva que ese encogimiento de hombros reconfortante al meterse en un cine donde proyectan a los Hermanos Marx y comprobar que, en la oscuridad de la sala y ante la absurda ficción en pantalla grande, “solo necesitaba un momento para reflexionar y ser lógico y colocar al mundo de vuelta en una perspectiva racional”. Y en efecto, sin aroma a homenaje propio, el film coincide en poder de abstracción y de instrucción emocional con El apartamento (1960, Billy Wilder), dos resúmenes, y aún da gusto corroborarlo cuando se ven, no del mundo en el momento de su estreno, sino en gran medida del que históricamente está por venir una vez surgidos respectivamente ambos productos.

Las películas de Woody Allen, quizá por tratarse de uno de los cineastas que mejor dominan la ambientación de situaciones de estrés, o porque se salga de lo habitual su capacidad para conferir un nivel parejo de importancia a las distintas tramas que sostienen cada ejercicio fílmico emprendido, suelen dejar una sensación similar al paso de una lluvia torrencial, preludio de un admirable atardecer entre edificios cuyos habitantes posiblemente vivan situaciones más complejas que las del conmovido espectador.

Sus mensajes, emitidos sin pedante moralina, ayudan a limpiar y purificar esas obstrucciones del alma que solo se pueden erradicar con un impulso correspondiente de nuestra parte, y no hay mensaje tan repetido sin cansar en su obra, dirigido a la ciudad, a la música, a la familia, a la pareja, a los amantes, a quien sea y a lo que sea, como el amor en sus múltiples formas, todas válidas, o al menos más terrenales y a nuestro alcance que las respuestas a las preocupaciones de Mickey.

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