En el patio de su casa, Guillermo ha creado un jardín donde obtiene alimentos para su familia a partir de la agroecología. Fotos: Del autor.
Guillermo Rodríguez Molina nunca fue de esos funcionarios que se dedican a orientar desde la distancia. Al asumir como coordinador del movimiento agroecológico en la Anap matancera, se le podía ver a cualquier hora recorriendo varias fincas en su viejo yipi ruso.
Muchas prácticas sostenibles que hoy se asumen en nuestros campos llevan su impronta. Gracias a él, muchos entendieron la necesidad de producir con una perspectiva más favorable para el medio ambiente, sin el empleo desmedido de químicos.
La labor de persuasión y conocimientos adquiridos le granjearon el respeto y la admiración, al punto que pronunciar su nombre puede resultar una especie de salvoconducto que te abre el alma de muchos campesinos matanceros. Los que palparon en la práctica, como muchas explicaciones desde un power point una vez aplicadas, sí lograban combatir la fatiga en la tierra por el exceso de insecticidas.
Desde entonces es habitual en la jerga guajira términos novedosos como: microorganismos eficientes, rotación de cultivos, compost, lombricultura, control biológico de plagas, entre otros.
Continuos estudios sobre la materia, unido al arsenal cognitivo ancestral que recibía de los propios guajiros, según comenta, le convirtieron en un defensor acérrimo de la agroecología hasta llegar a convertirla en ciencia y estilo de vida.
Su sabiduría trascendió las fronteras matanceras y participó en innumerables simposios internacionales donde presentaba resultados concretos de esas técnicas, a la par que transformaba positivamente el entorno y la propia existencia de los finqueros. Ya no se trataba solo de productos orgánicos sino de entablar una especie de sinergia en el entorno rural que contribuía a la protección de la naturaleza.
Mediante la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) llevó sus conocimientos hasta un apartado paraje como San Andrés de Psimbala, en el Cauca, Colombia, donde también impartió varias conferencias a los agricultores de aquella región, siempre tocando las plantas con sus manos y con las botas en medio del surco.
Hace cuatro años que Guillermo se jubiló, pero ello no representó un alejamiento de su amada Anap, ya que mantiene estrechos vínculos, tampoco con los campesinos, con quienes mantiene comunicación y asesoría.
Cualquiera pensaría que, con tantos años de trabajo dedicados a una actividad, buscaría el descanso, pero Guillermo sigue asiduo a su gran afición. Y la aplica en su patio, devenido finca en medio de la ciudad, donde obtiene muchos productos para su mesa, y allí también innova constantemente.
Muestra con orgullo una titina inventada por él con un pomo plástico y los restos de la tapa de una botella; de ahí beben sus tantos animales, como gallinas y conejos.
Sus jornadas continúan agitadas y comienzan antes que salga el sol cuando se adentra en el patio. Allí cultiva hortalizas, vegetales e incorpora toda planta medicinal y condimentos que encuentra en los materiales leídos.
Las tantas prácticas que defendió durante sus años como coordinador del movimiento agroecológico matancero se pueden encontrar en sus predios. Habla apasionadamente de la fabricación de un caldo nutritivo como bioestimulante para las plantas, del vinagre aromático o del libro que confecciona con recetas agroecológicas para resolver los problemas que surgen en una finca.
Al parecer, este hombre laborioso no busca el descanso ni lo prefiere. El ajetreo cotidiano en el que está inmerso diariamente le insufla energías para seguir defendiendo, por siempre, su mayor pasión: la agroecología.
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